Emprender la huida, juntos, sin mirar atrás. Sin pensarlo. Dos mortales destinados —¿quién escribió sus historias?— a quererse con tal decisión que harán tambalear al mundo.
La adrenalina. Correr sin parar y agarrados de la mano. No voltear atrás. Nunca voltear. No parar, que las piernas sangren pero no parar. Verán a lo lejos edificios indiferentes y al azar —no existe el azar: aquí es apenas el nombre de los que perdieron— escogerán uno donde resguardarse de no se sabe qué o quién. De no se sabe cuántos. De la locura, quizás. Del mundo como era antes de haberse conocido.
Y entonces sí: bienaventurados sean los hijos rebeldes y amorosos que un día se encontraron por fin —after all those years— y que escaparon, muertos de miedo en pasillos interminables, en pasillos de hoteles abandonados donde buscaron refugio y encontraron su final. La gloria esté con ellos y con su espíritu, porque la venganza vendrá mañana. La gloria toda para ellos, que escogieron el amor antes que la vergüenza.
Al alba, un grito anunciará el final —se podía leer en los textos sagrados.
Será el grito de dioses de nombres impronunciables que, en su furia, corregirán sus desaciertos de forma apocalíptica y espectacular —como sólo ellos.
El grito. Desgarrador. Lejano. Estremecedor. Concluyente:
«Bienvenidos al límite. Bienvenidos sean. Bienvenidos al límite.»
[Y no habrá archivo que documente aquel día glorioso.]
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