miércoles, 20 de febrero de 2013

Fragmentos I

Estrellada tarde, dijo, y yo no entendí por qué carajo estrellada. Habían pasado apenas unas horas desde que nos habíamos visto por primera vez y ya me costaba entenderle. Escogió ese adjetivo –esto lo dijo después- porque quería quedar bien conmigo.

Es imposible, afirmaban los amigos más viejos, los primos que se hacían llamar experimentados. El amor a primera vista es cosa de las películas y de las novelas vagas de autores que se dedican a facturar con cifras de más de cinco ceros.

Enterados están, advirtió Omar con un tono paternal. Salía el sol apenas y el ambiente fresco se notaba de lejos. No había escalón que no hubiéramos conquistado ya. Nos creíamos dueños del mundo. Pero avisados estábamos.

Esperando por algo que no sé qué es desde siempre, che, dijo el argentino, y uno nunca se da cuenta de las posibilidades del amor. Del acompañante al lado izquierdo en aquel último vagón en una ciudad oscura que eternamente se negaba a participar en estas cosas.

Escondía dos libros en la mochila de puntos de colores, su caminar era presidenciable y con timidez mostraba los ojos de color eléctrico: no todos tienen dignidad hasta en la victoria.

Es imposible hacer cuentas de los días. Todo empezó un 23 de mayo, pero cómo afirmar con seguridad que así había sido, que podemos confiar en las fechas y en los calendarios. Porque recordabas un viaje en metro línea azul unas semanas antes. Recuerdos realmente difusos en épocas donde lo valioso precisamente era que el tiempo dejaba paso a lo trascendente. Al amor, aunque suene así, apastelado y fácil. Los que han sido protagonistas saben que nunca es así, y sin embargo qué se le va a hacer, dijo el mexicano, amigo de un amigo. Qué se le va a hacer, la puta madre, secundó el argentino.

jueves, 7 de febrero de 2013

Los días normales.

Ese día no pasó nada.

Ni siquiera el periódico local lo mencionó. Uno hubiera pensado que El Chismoso se fijaría en un evento de ese estilo, lleno de sangre y misterio. Que cuando Doña Clemencia asistiera puntual a misa de siete y se sentará en la tercera fila después de hincarse ante el altar de la iglesia de San Teodoro, hacer una oración y pedir perdón por mi culpa, por mi culpa, por mi propia culpa, hiciera ella un comentario burlón y quizás grosero sobre el asesinato, tan mal que le caía el muerto (¿hubo más de uno?), y entonces Juventino, el joven Juventino (tantos años arando y viviendo apenas, doce hijos reconocidos y muchos más regados por ahí) que de joven tenía sólo el apodo, respondiendo en voz baja mientras el padre lee las palabras de Lucas o algo así, una vocecita mínima que no alcanzara a oírse en la fila de atrás, qué desatención ante el Señor que todo lo ve y todo lo escucha, mejor ya cállese, doña Cleme, que nos van a tachar de pinches chismosos, ya ve cómo es el cura.
Pero no, porque la vieja (que de vieja tenía hasta los ojos, una lástima) Clemencia no dijo nada, ni una sonrisa maliciosa cuando Apolinar menciona a la pasada los muertos por los que le pedía al Cielo y a los misericordiosos santos que todo lo perdonan, que todo lo olvidan, ni siquiera un pensamiento malvado, algún murmullo, un suspiro (¿quién suspira por una boca menos que alimentar?) de la familia presente -no todos asistieron. Nada. Ni un gesto, ni un movimiento inconsciente, siquiera un sobresalto mínimo. Porque ese día no pasó nada.

Cuando le preguntaron a Venustiano -ni viejo ni joven-, de oficio policía, qué había pasado y respondió como han respondido otros a la primerísima pregunta del periodismo reporteril, ni siquiera pudo decir que había muertos, que había sangre, que había alcohol y putas involucrados en el asunto. Porque hay cosas que es mejor no decir, sobre todo en año electoral, usted sabe, apreciable Alejandrino, aquí no pasa nada a menos que el Comandante indique lo contrario. Y con qué llenará las dos páginas de Policial, tan fácil que era en los tiempos del presidente Malagón, ya nada es igual, se dice Alejandrino Pérez Rubio, periodista, reportero, editor, corrector e impresor del Gran Diario Del Norte -efectivamente, lo único que tenía el periódico era la ordenada prosa su único trabajador. Con qué llenar dos páginas que antes se llenaban solas, tantas muertes y tantas muertas, tanta impunidad como ahora pero con nombre y apellido. Con caras desfiguradas y charcos rojos. Charcos rojos con los que se podía armar una gran fuente del sufrimiento y de la decadencia. Grandes charcos donde Alejandrino bañaba sus dos páginas de policial a diario.

No hace falta decir que desde que llegamos a esta Casa de gobernación, el estado tiene la tasa más baja de homicidios del país, declaró ante cientos de personas el casi seguro reelecto gobernador. Aquí nadie que cometa un crimen queda impune, repite en todas las comidas con las autoridades oficiales.

Pero aquí, en la Iglesia de San Teodoro, con puntualidad irónica, se lleva a cabo a las cinco de la tarde, entre unos pocos -casi todos obligados por las convenciones sociales- el funeral del muerto que no murió en el crimen que nunca ocurrió. La misa la lleva a cabo un cura menor, aprendiz de pederasta. La mediocridad del evento queda más claro cuando no se nota la presencia de ninguna de las dos parejas conocidas de Anselmo Gutiérrez Cruz. La gente se retira y el último en salir, hermano del difunto, deja una considerable cantidad de limosna para que el cura menor y sus acólitos (posibles víctimas, ángeles de la tentación divina) lleven a cabo el entierro. Cerca de las seis y media de la tarde empieza a llover mientras el cura menor termina una pequeña oración para la salvación eterna del muerto que nunca murió, según los registros oficiales.
Pasarán muchos años para que alguien recuerde a Anselmo, un fantasma apenas visible.

Ese día no pasó nada.