domingo, 15 de diciembre de 2013

Pensando que habrá otro despertar


(Para Carlos, en todas sus realidades posibles)

Estaba soñando y desperté —lo supe después— en un sueño. Y volví a despertar, aterrado, en lo que creo que es la realidad corriente, la realidad real, apenas unos minutos después.

Ya nada —ni el transcurso del tiempo, tan exacto, ni las nuevas lecturas de libros que nunca he conocido y conoceré, ni lo que aquí llaman amor— ni nadie —not even the rain, citando a ee cummings— me sacará de la duda: ¿volví a la realidad a la que pertenezco? ¿O acaso soy el prisionero de un sueño del Manuel verdadero? ¿Acaso sólo mi muerte me librará de esta celda que aquí llaman vida? ¿Tendré que desfilar por los años —lo que aquí llaman años— hasta que un hecho fortuito —el subconsciente del Manuel Primero— decida que debo morir? ¿Mi vida —o la vida del Manuel dormido— continuará una madrugada de diciembre año 2013, cuando la vida de este Manuel —el Manuel abajofirmante, el posible cautivo de guerra, de una guerra de sueños que perdimos— haya finalizado en alguna callejuela sucia de un país —aquí— llamado México del año 2045?

No hay, pues, marcha atrás. Asistiré a mi subconsciente —es decir: el subconsciente del Manuel que duerme— en la ejecución que, tarde o temprano, se llevará a cabo por fuerzas incomprensibles, por reacciones químicas o simples ruidos de la noche capitalina que harán despertar al Manuel original y entonces este mundo —el mío— verá cómo todo vestigio de esta vida que me permite registrar lo sucedido se desgaja sin avisar: yo —el Manuel prisionero— seré el primer mortal que decidirá en nombre de todos sus nombres anteriores, en nombre de todos sus sueños, en nombre de todos sus creadores —que son el mismo Manuel—, que aquí, sin perder más tiempo, decido morir. 

Decido entregarme y liberar a mi primerísimo yo de un sueño demasiado preciso para llamarlo vida. Demasiado complejo para ser fingido.

Demasiado finito para tantas posibilidades.

Demasiado 
perdido
entre tanta
deriva.



Demasiado
olvidado
entre tanta
derrota

viernes, 22 de noviembre de 2013

Donde el paseante se detiene a observar vestigios de su pasado

A veces me paseo por La Alameda y en ocasiones me detengo a ver pasar muchachos jóvenes y hermosos que me recuerdan cuando tú lo eras.

A veces uno de ellos se sienta en las bancas de piedra en alguna de las fuentes y me tranquiliza. Quiero llorar de la emoción cuando a alguno se le ocurre sacar un libro y perderse en la lectura. Me quiero acercar y abrazarlo. Quiero decirle que esas cosas me salvan la vida. Me la curan. Aunque no entienda nada —¿acaso yo entiendo algo?— y su cara delate confusión. Aunque se alejen de mí lo más rápido que pueden. 

A veces hay chicos que, errantes —¿quién no lo está?—, o por lo menos aparentándolo, toman asiento y unos minutos después pierden la mirada. A ellos me quiero acercar y soltarles de una que no están solos. Y tomarlos de la mano, joder, porque no están solos. Y aunque estuvieran solos y aunque la soledad no es siempre mala, decírselos. Que habrá días tan malos —o peores— como hoy, pero que estarán compensados por otros —los menos— que harán que esto valga la pena.

A veces están los que vienen acompañados, con sus parejas, con sus amigos. Esos son los más difíciles. Pareciera que las interacciones sociales les llenan la cara —las expresiones, las risas, las miradas— de máscaras que acaban por esconder al verdadero paseante. Se dejan llevar por la mayoría —horrible manera de decidir— y acaban por irse rápido, como rápido esconden cualquier vestigio de disidencia. Pero a ellos también quisiera decirles que no está mal pensar diferente. Que no está mal decir la verdad, que no está mal no reír por un mal chiste. Que, al contrario, la diversidad le confiere al grupo de amigos un arma que sirve para todo menos para lo que las armas sirven: para dar vida. 

Ya estoy delirando.

Será que veo en cada rostro de estos muchachos el tuyo. Sus ojos a veces resplandecen y a veces pienso si me merezco observarlos. 






A veces todavía los veo idealistas y alegres. Ingeniosos e inmortales, capaces de evitar una catástrofe.






A veces me consuelo pensando que así nos vimos hace no tanto tiempo. 


domingo, 17 de noviembre de 2013

Donde se relata el día que nos conocimos

Emprender la huida, juntos, sin mirar atrás. Sin pensarlo. Dos mortales destinados —¿quién escribió sus historias?— a quererse con tal decisión que harán tambalear al mundo.

La adrenalina. Correr sin parar y agarrados de la mano. No voltear atrás. Nunca voltear. No parar, que las piernas sangren pero no parar. Verán a lo lejos edificios indiferentes y al azar —no existe el azar: aquí es apenas el nombre de los que perdieron— escogerán uno donde resguardarse de no se sabe qué o quién. De no se sabe cuántos. De la locura, quizás. Del mundo como era antes de haberse conocido.

Y entonces sí: bienaventurados sean los hijos rebeldes y amorosos que un día se encontraron por fin —after all those years— y que escaparon, muertos de miedo en pasillos interminables, en pasillos de hoteles abandonados donde buscaron refugio y encontraron su final. La gloria esté con ellos y con su espíritu, porque la venganza vendrá mañana. La gloria toda para ellos, que escogieron el amor antes que la vergüenza. 

Al alba, un grito anunciará el final —se podía leer en los textos sagrados.

Será el grito de dioses de nombres impronunciables que, en su furia, corregirán sus desaciertos de forma apocalíptica y espectacular —como sólo ellos. 

El grito. Desgarrador. Lejano. Estremecedor. Concluyente:

«Bienvenidos al límite. Bienvenidos sean. Bienvenidos al límite.» 


[Y no habrá archivo que documente aquel día glorioso.]

jueves, 10 de octubre de 2013

Rulos

Quiero escribir. Quiero desgarrar la hoja, atravesarla con la pluma. Remojarla. Tirarla al suelo. Abandonarla por días y volver a ella sólo si es de casualidad. 

Quiero escribir que de repente te apareciste, un buen día ciertamente, con tus rulos y la convicción de que eres más de lo que se ve. 

Quiero escribir que primero el suspiro y después la resignación: cómo acercarse si no estaremos --mirá como incluyo el plural porque hasta el singular me aterroriza-- a la altura. Como cuando intentaba colgarme de las manos de una estatua demasiado alta que, ya desde la mirada altiva del capitán inmortalizado, me decía que no. 

Quiero escribir la cobardía. El desprecio de uno mismo porque no me puedo imaginar a tu lado, sostener el brazo --y el mundo-- de alguien a quien sé es mejor. Hubo días malos, olvidables y despreciables que me dañaron tanto que no soporto la más mínima comparación. Le temo al fracaso, incluso cuando no hay nada que perder. 

Quiero desgarrar otra vez, pero ahora la pluma. Destruirla. Que la tinta manche la hoja y mis manos. Que manche el escritorio y mi vida. Un poco de tinta en mi vida, por favor. 

Quiero levantarme y dejar de joder. Salir a la calle, correr, correr, correr. Buscarte. Llegar temprano y buscarte. Urgencia, desesperación. Encontrarte ahí, con el cigarro y la fatua pose de los que pueden. Y no saber qué hacer. Asustarse. Retroceder. 

Aventar el escritorio al carajo. Tirarse a la cama. Dormir siempre. Olvidarse de los días. Perder la noción del tiempo. Dejar de comer. Todo será épico para ocultar la tibieza y el qué dirán. 

Se me burlan el destino y los amigos porque justo yo y el qué dirán. Yo y las consecuencias. Yo y las piezas exageradamente vigiladas.

Quiero correr otra vez. Tomarte desprevenido. Solo, caminando, y de repente ahí va, abrazo por la espalda y te quiero un montón. Beso atontado y rápido. Seguir corriendo. Huir.

Quiero escribir que me ves y que yo te veo y que el mundo puede, por fin, dejar de importarnos. Aunque sea todo mentira, porque de la mano y hasta el abismo iremos si aceptas el reto de sostener esta mano y este mundo. Esta tragedia mal escrita y peor ejecutada. Este pacto con el diablo. Este contrato --burocracia everywhere-- que invita al suicidio de la vida que hemos llevado hasta ahora. 

Quiero romper las hojas. Comerme el papel. Vaciarme la tinta que sobró de aquella pluma. Tirarme al piso. Tener sed. Olvidar todo. Recordar sólo tu nombre --que escuché de casualidad-- y tus rulos intratables e hipnotizantes. 

Quiero que llueva. Que salga el sol. Que el arcoiris que se forme me recuerde nuestra única identificación común entre tú y yo. 

Quiero que me busques. Quiero que me preguntes mi nombre. Quiero que me sostengas la mirada y con ella me defiendas para siempre siempre siempre. Quiero que extiendas tu mano y que olvidemos toda fachada y nos queramos en medio de una avenida vacía y de madrugada, con mucho frío pero qué importa. 

Quiero que existas. Que un buen día --como aquel, sabes-- te aparezcas y por fin empezar el juego que postergamos desde nuestros primeros días en esta escuela venida a menos. 

Quiero que el infierno nos sirva de escondite. Quiero que ninguna ciudad esté a nuestra altura y tengamos que viajar eternamente buscando algo que nunca sabremos qué es. 

Quiero verte dormir en un tren a velocidades demenciales con vistas demasiado perfectas para ser reales. Quiero que me platiques del libro que estás leyendo. Que me leas los fragmentos que consideres indispensables. Quiero que sonrías. 

Quiero que un día todo esto sirva para reírnos de lo cobarde que somos cuando se trata de ir contra uno mismo. Quiero quemar estas hojas el día que, juntos, veamos por primera vez las praderas africanas. 

Quiero que sepas que me aprendí todos los diálogos del mundo y aún así no puedo: te me impones --quizá sin querer-- y tu estatura me aplasta.

Quiero que la abrumadora sombra que reflejas cuando caminas me proteja del sol los días malos. Porque habrá días malos. 

Quiero que un día despiertes y no recuerdes nada. Que sólo recuerdes un nombre y no sea el tuyo. Seremos o serás. No hay espacio para la primera persona. 

Quiero volver manaña, pasar enfrente tuyo y que no sepas quién soy. Que ignores mi existencia. Que sea como siempre: apenas dos personajes que un día cualquiera se cruzan en una calle de indistinto nombre y una de ellas ya no pueda fingir y tenga que romperlo todo. El papel. La pluma. El escritorio. La posibilidad de decirle al otro que le ha cambiado la vida verlo ahí parado, el cigarro en mano y los rulos. Siempre el cabello revuelto. 


viernes, 4 de octubre de 2013

Donde se explican las razones del Yo

Soy yo, que tengo 20 años, el abajofirmante que anticipa la desgracia. Aquí se plasman los sentimientos -contradictorios, propios- y las convicciones. Aquí, como nunca,  se le advierte al lector que, si no está preparado para el salto al vacío, se abstenga de seguir. La amistad, me dijo él, es un continuo salto a precipicios infinitos de confianza ciega. A eternos silencios y oscuridades solamente soportables en la compañía del otro.
Por ultimo, y antes de proseguir, se le pide con amabilidad al que lee que, si así fuese su voluntad, se emocione hasta el final y sin pudor. 

1.-Yo no soy más que la suma de todos mis fracasos. Ya lo dijo Ángel González.

2.-No aspiro a la soledad, pero no la encuentro repulsiva. Muchas veces hay que descansar de la multitud. Nunca está de más descansar también de uno mismo. No la niego. Sólo evitaré sus cómodos brazos si la compañía lo amerita. Sólo me separaré de ella si la pelea vale la pena. Si la posibilidad de derrota es evidente. Si estás tú para salir a sobrevivir juntos y sin descanso. Nunca sobra la soledad. 

3.-Mis amigos son mi patria. Mis padres son mi patria. Mis libros son lo único valioso que llevo conmigo, como dijo un escritor Ninja. La poesía me salvó la vida y lo seguirá haciendo. La literatura también. Nunca estuve más cerca de todo como cuando ellos todos llenaban mi vida. 

4.-La eternidad me sobra. La trascendencia se me aleja y no me preocupa. Escojo siempre que él recuerde algún día que pasamos juntos. El éxito, si es que esa palabra repugnante existe, será un recuerdo de lo que no pasó. 

5.-Confieso que nunca amé a alguien hasta el viernes nublado de un mes incierto de 2010. Él se apareció de repente con sus ojos azules y su brillantez. Con su pelo revuelto y miles de preguntas. Con la voz inconfundible de la gloria. El cielo se abrió de repente y nada volvió a ser igual. Nunca los días volvieron a ser tan intensos ni tan memorables como aquel año. Yo soy también la sombra de aquellos meses. Llevo como bandera su mirada, y la llevaré por el resto de los días que me queden. 

6.-Mi bandera también enarbola la convicción bolañiana de tener el valor de salir a pelear sin importar el resultado. Los símbolos importan. 

7.-El olor del pasto recién cortado --cliché-- y del cigarrillo --terrible herencia de antiguos amores-- me regresan a mis mejores épocas: aquellas donde se podía luchar con dignidad y decoro, con elegancia y valor, por lo que uno pensaba era lo correcto. No hay pretextos: la retirada es para los grises. 

8.-Claro, los colores: el blanco excelso y la banda roja que cruza. Azul litoral. Negro. Admiradores de la equidistancia y lo políticamente correcto: aléjense de mi. 

9.-No creo en las reuniones de amigos donde no se debata por lo menos una vez cómo vamos a salvar al mundo. Desprecio las pláticas de elevador. Me emociona charlar de libros y autores. De anécdotas y posibilidades. Me llena de vida encontrar similitudes con los otros en los fragmentos que nos deslumbraron aquellos escritores eternos.

10.-Yo no sé cómo dedicar canciones, pero sí sé que cada momento importante de mi vida tiene un soundtrack particular y azaroso. Sería imposible recordar los días preparatorianos sin Fito Páez o MGMT. 

11.-Conocí a mi mejor amigo a los 13. Nunca hemos sido supersticiosos. Será por eso que, a pesar de las distancias, la fuerza de su cariño me abriga los días más fríos e ilumina los más oscuros. 

12.-Creo que el amor, como el periodismo, no tienen adjetivos ni ramificaciones. A secas, sin aviso y de golpe. Hasta el final y con pasión. Que no deje lugar a dudas. 

13.-Yo sí creo que en el fútbol se juega como se vive. 

14.-Me encuentro más lúcido --si es que eso puede pasar-- en las madrugadas donde no se sabe si es demasiado tarde o exageradamente temprano. 

15.-No necesito fotos: llevo conmigo a quien tengo que llevar. Recuerdo con claridad. Olvido con descaro. 

16.-No tengo prisa. Sé que estaré aquí el tiempo suficiente para demostrar mi mediocridad ante el universo. 

17.-Yo soy yo siempre. No me inquietan las consecuencias de eso. 

18.-No soy un hombre de fe. Creo que ya nos vimos por última vez. 

19.-Soy zurdo. La izquierda es mi forma de vida. 

20.-A mi me gusta merecer las cosas. Aunque no lleguen nunca. 

21.-Admiro a la gente que está dispuesta a resistir sin importar los males que le traiga esa decisión. Ahí están nuestros héroes. 

22.-Necesito a esta ciudad (Ciudad Oscura, Todas las ciudades la ciudad, Dé éfe) para sobrevivir. Encuentro a diario razones para irme y no volver. Encuentro a diario razones para nunca dejarla. Asi, contradictoria, delirante, estridente, terrorífica, admirable. Mía. 

23.-Me gustan los detalles intrascendentes. Para mi es importante recordar que Karen siempre silbaba algo de Verdi cuando cocinaba para los incondicionales de Casa Nico. 

24.-Las causas perdidas me emocionan. Son las únicas a las que adhiero.

25.-Me gustan los lugares públicos donde se puede estar mucho tiempo sentado y conversando sin ser molestados. Detesto los establecimientos que promueven la inmediatez y el consumo desmesurado. Quiero rememorar, debatir, reír, burlarme y disfrutar, ya sea solo (leyendo un libro, reflexionando) o conspirando con alguien más. Quiero perder el tiempo bien perdido. 

26.-Hay dos maneras que encuentro dignas de perder el tiempo mientras se viaja en metro: persiguiendo una imagen hasta el infierno de una mujer impredecible o un hombre atractivo. La otra es leer. Siempre leer.

27.-La niebla me tranquiliza. Mi parte preferida del día: justo antes de salir el sol por la mañana, ese segundo de calma antes de la gente inundando andenes y carriles del Circuito Interior. 

28.-Los días nublados me entusiasman. Bajo el mismo cielo y en la misma ciudad hay otros ojos, otras esperanzas, otros amores, esperando por asaltar las esquinas perdidas en la indiferencia de la urbe. Hay que solidarizarse con la gente que saldrá a conquistar los lugares perdidos.

29.-Lo mío siempre será por él. Lo que sea que eso signifique. 

domingo, 22 de septiembre de 2013

Ojalá que estuvieras conmigo en el Río de la Plata

Escribo esto todavía tocado por el desgastante ajetreo del adiós.  
Es la única manera de hacerlo. Deberíamos permitirnos flaquear, apoyar la cabeza en algún hombro familiar. Pero no. Ya no. 

A quien corresponda:
                                   Gracias. 

Merecíamos otro final. O por lo menos otro principio. Quizás una sonrisa y ya. Nunca más volver a vernos después de aquel primer saludo cuando 15 años segundo de secundaria. Nunca más y así no sería posible este amargo amanecer de domingo en alguna calle de unos suburbios abandonados. 

El más pequeño desvío. La ligera brisa (después un ventarrón) que entrecierra la ventana. 
El cajón semiabierto. La casualidad. El destino, si quieres y para que no suene todo tan inútil como realmente fue. 

Pero no. 

Siempre un "pero no".

El saludo, cada vez más cordial, más cercano. Más íntimo. Primero apretón de manos cómo andas. Después beso en la mejilla querido mío, tanto tiempo. Al final beso en cada mejilla y abrazo largo. Los que perdemos no sabemos parar. Escogemos descarrilar antes que frenar. 

Escogemos seguir. Porque nos sentimos valientes y un día un beso de más. Una mano sosteniendo la del otro en medio de una película de Trueba. Las fobias de uno (los temblores citadinos de la Ciudad Oscura) sostenidas por el otro. No pasa nada. Un abrazo que recién terminará en la cama de algún hotel de Paseo de la Reforma. 

Escogemos mentir. Porque prometiste -primer error: prometer-  que lo querrías siempre. Que lo protegerías siempre. Verbos de un futuro borroso en días de huracán. Hasta el final de nuestras vidas. Y entonces los ojos azules que anuncian destrozos. El azul litoral de un viernes que cambiará todo. La brisa como preludio del desastre. 

Siempre un "otra vez". 

Escogemos escoger. Te vas. Le dices que no puedes más. Que allá afuera hay, en algún metro, en algún patio de escuela pública nivel medio superior, un muchacho que confirma que no eras más que un mentiroso. Él -muchacho de ojos lindos- es el de verdad. 

Escoges pelear. Defiendes tus mentiras. Vuelan las palabras. Duelen. Pero resistes porque vendrán días mejores. No acabas de entender que tus conjugaciones encierran un juego fútil. Absurdo. 

Escoges la guerra. Se fue y vivirá la vida que sus padres desean. Aquí, tú perdiste. Ni azul ni nada. Solo gris. Mucho gris.

Escogimos el exilio. Él -el que triunfó después de tus mentiras- con sus amigos, con sus amores, con su vida. Tú, lejos, te escondes en el pasado que no fue. En el momento que no cumpliste. Tú, en el retiro emocional, aspiras a que él -el que ganó- sea feliz por tu culpa. Siempre la soberbia. 

Escogemos regresar. Apretón de manos cómo estás, querido, hace cuánto. Los recuerdos. La necesidad de saberse ganadores a pesar de todo. Beso en cada mejilla, invítame a comer, guapo, y lo platicamos. 

Escogemos el engaño. Nos sentimos bien porque estamos juntos en esta cama y mientras estemos no importará que antes la mentira. Que antes hubo uno que huyo para buscar la oportunidad que el otro pensaba era con él. 

Escogemos el dolor. Escogemos el silencio. Escogemos recordar el día de aquel primer saludo cuando 15 años segundo de secundaria. Esa tarde en que el que ganó se enamoró para siempre y el que perdió conoció al hermano de su mejor amigo. Un buen final y sin embargo el resto del camino, todavía. 

¿Quién ganó? ¿Quién perdió? Tuvo que pasar mucho tiempo -días de tedio, meses inservibles, lluvias y lluvias en la Ciudad Oscura- para que los dos entendieran que no se gana ni se pierde. Que las cosas se hacen bien o mal. Y  ya está. 

A quien corresponda:
                                  Ha sido un placer enorme. Aunque no lo parezca. 

lunes, 16 de septiembre de 2013

Collage paradisiaco de todos los fines del mundo

*Para Julia, con la que algún día visitaremos los lugares todos que aquí se mencionan.*

He llegado al fin del mundo y no he visto nada más que el mismo cielo que se puede ver algunos días de intensa niebla en la ciudad que habito. 

Antes, cuando niños, la abuela nos llevaba a ver el mar. Los demás jugaban, corrían, reían sin parar. Yo, perplejo, entrecerraba los ojos para poder ver lo que no podía: otras costas allá donde acaba este mar que empieza aquí. Los saludos lejanos de marineros sucios y valientes que se preparan para venir a este lado del mundo. La mirada triste de una princesa cuyo castillo ha quedado reducido a ruinas, como sus amores. 

Una vez, en Nueva Zelanda, con amigos de otros tiempos, pudimos ver, por fin, lo que significaba nuestra patética existencia: los niños aquí también son niños, y no valientes hombres sucios preparados para salir a cazar. Extraño a la princesa. 

Es decir, nunca antes la niebla y el frío se combinaron como ahora. Que se acabe el mundo aquí, en este punto, significa algo. No sé qué. Quizás que tú tenías razón y lo mejor era quedarse a vivir con los chicos en las Islas Australes. Nunca vimos un sol tan puro como aquellas mañanas, enamorados de un destino que evadíamos. El amor, tal vez. 

Pero aquí estoy otra vez, y los carteles que dicen que se termina la parte terrestre del Planeta Agua advierten también que tenga cuidado el paseante con la niebla. Nadie avisa que la lluvia regular e inacabable -como aquellos 8 años ininterrumpidos en Macondo- acaba por darle un tono diferente a todo: mis ropas no son más que pesados anuncios de que mi vida está por terminar. 

Y entonces tú: la Nueva Zelanda lluviosa y días enteros trepando montañas y besándote entre el ruido salvaje y la verde humedad que se extendía más allá del mar que en otros tiempos miraba absorto. Ahora te miro a ti y es como antes: la niebla cubre la verdadera expresión de tus ojos y ya no hay nada qué hacer. Tú eras la princesa y yo las ruinas. Pero cómo anticiparlo cuando uno tiene apenas 9 años. 

Siempre quise venir al fin del mundo. Ahora me doy cuenta por fin que nunca estuve tan cerca de ti como ahora, aunque mi vida concluya en estas alejadas y solitarias tierras. Las ruinas del castillo se convierten en recuerdos inútiles de personas que no fueron capaces de regresar a la rutina. Me alegro.

Arrecia la lluvia. Será mejor terminar con todo esto antes de que acabe la canción. 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Primera persona plural necesaria

Creo que ahora la Ciudad Oscura dejó de serlo. 
La (nueva) Ciudad Salvaje que se aparece sin anunciarse alberga en sus entrañas la pasión de los que todavía esperan revertir la situación. 
Cuál situación. La situación. 
El rezago, palabra horrible. La descarada desigualdad. 
Caminamos bajo la lluvia porque es una señal: nos han dejado, en medio del océano, y que cada uno nade para donde pueda. Asqueroso. 
Y nosotros no queremos. Escogemos la unidad. La solidaridad --palabra mancillada por el innombrable-- es nuestra bandera. 
Se han negado a brindarnos mejores condiciones. Y ahora, con impune cinismo, nos imponen burocráticas evaluaciones. Y mienten. 
Porque dicen que no queremos ser evaluados. 
Pero lo que no queremos es que el señor de traje del escritorio de gobernación nos diga quien sí y quien no. 
No queremos --ni creemos-- que la educación se evalúe así tan fácil. No creemos en la educación que aspira a llenar puestos de trabajo en alguna empresa del hijo de fulano de tal, #13 en la Forbes. 

No es casualidad la retórica priísta: volvieron para quedarse y a nadie parece importarle. Pero no vayamos a cerrar una avenida (siempre el egoísmo, siempre lo mío antes que los demás, antes que lo de todos), no vayamos a exigir un poco de igualdad, porque qué molestia. Qué desagradable tener que pelear por lo nuestro. 

Resistan, maestros. Este país medio dormido y olvidadizo los necesita. 

lunes, 12 de agosto de 2013

Vos

Hago esto para que algún día el destino se rompa, el azar se equivoque, la causalidad nos absuelva y por fin te enteres:
                            
                              escribo para que algún día me leas. 

sábado, 3 de agosto de 2013

Muchacho de Ojos Lindos

La única manera de que sirviera de algo era que durará apenas una mañana de sol oculto y amenaza de lluvia en la Ciudad Eterna. 
O el viento, grosero, desordenando todo. Alterando una magnífica tarde que estaba destinada a la patética intrascendencia que manchaba las ropas y nosotros sin darnos cuenta. 
Sirvió apenas para mantener vivo el fuego (que en realidad era un relámpago, efímero como todos, en medio de un desierto sin oasis y sin gente, sin testigos) de que íbamos a cambiar el mundo casa por casa, calle por calle. 
Pero no nos dimos cuenta que los ojos azules y las jornadas de la esperanza eran meros reflejos vacíos de un futuro que no tenía cabida en la Historia. 
Ay, los ojos azules. Las pupilas preparadas para la conquista de la época más triste: la que confirmaba, lentamente, que no hay tiempo que detenga el fracaso. 
Que no hay tierra mezclada con aspiraciones que detenga la derrota. 

Y no queríamos que sirviera para nada. Siempre encontramos lo inútil más valioso, lo patético más admirable. 

Es decir: era -es- mejor luchar por lo que no puede reportarnos la más mínima ganancia.
Es -era- mejor luchar por lo que irremediablemente perderemos. 
Por eso salíamos a buscarnos. A encontrar en las calles de la Ciudad Abandonada unos brazos y unos hombros que soportaran el peso de cargar al mundo. Cuánta pedantería.

Los años lo han confirmado: nosotros no fuimos sino apenas un fósforo que se apaga rápido. Que quema los dedos que lo sostienen, y entonces hay que aventarlo rápido y ya nadie podrá contrarrestar la terrible soledad del fósforo consumido.

Entonces un abrazo final. Réquiem de los abandonados. Soportaremos mejor el infierno sabiendo que aquel fósforo (que el relámpago, que el amor, que tú, que yo) no pretendía iluminar toda esa lobreguez, sino apenas ahuyentarla lo suficiente para vernos a los ojos. 

Apenas para disimular un poco que ya habíamos perdido desde el inicio pero que eso no importaba. 


miércoles, 3 de julio de 2013

Recuerdo de Christian

Nació en julio y murió en julio. Me acuerdo que le gustaba Blondie. Andaba silbando siempre, bajito, apenas audible. Los últimos días escogió el silencio.

Marco me avisó por teléfono que renunciaba a cualquier tratamiento. Basta ya de tanta mierda. Lo fuimos a ver los dos juntos cuando los dos estábamos juntos. Nos recibió con cordialidad, pero ya no era parte de este mundo. Nos dejó un regalo: ustedes están destinados al fracaso, anunció entre drogas para calmar el dolor. Acertó.

Los boleros que sonaron en la eterna y fría noche del velorio eran los discos que siempre llevaba encima. Desde entonces no he vuelto a escuchar la voz de Agustín Lara.

Con Juanma y conmigo, Christian vio el mar por primera vez. Aprendió a nadar ahí mismo, a la mexicana, mientras el Sánchez mediano cortejaba a una morena de Tabasco. Esa noche todo acabó mal cuando la lluvia y el marido de la sureña nos interrumpieron la velada en la cual Chris por fin entendió que nunca volvería a ver el mar. Nosotros no lo sabíamos. Nadie lo sabía. Y sin embargo lo descifró todo cuando la madrugada guerrerense nos despidió a las apuradas. Los adioses son mejores cuando no se sabe que son adioses.

El glorioso verano de 2007 nos llevó al mismo grupo en el colegio. 6 meses que fueron 6 minutos. Chris perdió a su madre y el precio de la colegiatura era ya inalcanzable. Todos se van. Se prometió a sí mismo que algún día la escuela pública sería universal. El cáncer le impidió avanzar hacia la victoria de todos.

Lo dejo, Adriana, lo dejo todo. Su voz anunciaba entonces el final de la aventura. Adriana siempre fue fuerte y no flaqueó. Hasta el último día, cuando todo era desastre y dolor, aguantó firme y amorosa. Lo acompañó en la parte más dura. En ninguna otra. Los mejores ángeles vencerán a los peores demonios. Después, ya con la muerte llenando cada espacio de su vida, Adriana jugó a la inmortalidad. Perdió.

Christian fue el primero en llamarme cuando las líneas saturadas dejaron de estarlo. Era la noche del 11 de septiembre de 2001 y pensábamos que había llegado la tercera guerra mundial. No siento dolor, dijo. No siento nada.

Siempre, también, la cara de ella. No Adriana, que llegaría después y sería la última luz de un camino muy oscuro. De ella, la que no tenía nombre ni destino, la que no tenía corazón ni alma ni casa ni dueño. Ella, la de las noches inolvidables. Ella, la de los días insoportables.

Descubrió a la muerte antes de que su madre muriera. Una noche, entre pesadillas y un calor sofocante, alcanzó a ver a un hombre a lo lejos. Era su padre. Tenían los mismos ojos. Un incendio le había impedido a su madre conservar fotos de la familia. Aquel recuerdo -real o no- sería la única foto que llevaría siempre consigo.

domingo, 10 de marzo de 2013

Fragmentos II

«Tienes unos genuinos ojos», le dijo. Y era curioso porque precisamente sus ojos (su cuerpo, su cabello) eran muy normales. Los del promedio. Pero él, que se lo dijo tan seguro, confirmó: «lo único cierto entre nosotros es que podremos reconocernos con tan sólo vernos a los ojos cuando pase la tormenta». Tú pensaste que qué cliché. Pero cuando los años destruyeron convicciones y él ya no era tuyo y sin embargo todavía, y lo viste de la mano de un viejo compañero de la Normal Superior, entendiste que sí. Que siempre el azul y el negro. Que siempre la felicidad y la fascinación. Que siempre la tristeza y la resignación.

 -¿Te acuerdas de Roberto?
-Si. El infra, ¿no?
-Se murió ayer.
(16 de julio de 2003)

Todavía no eran las 10 de la mañana cuando Jesús le dijo por teléfono que el embajador de Irlanda para los Estados Unidos estaba en su apartamento. Que lo quería ver. Urgentemente.
Respiró (o suspiró, sería imposible asegurarlo ahora) y canceló todas sus reuniones de la tarde. Le dijo a Alejandra que tenía el día libre. Y que se cuidará.
Sabía que no habría otro día para él. Tomó el arma y revisó por última vez el diploma y la foto de su graduación. Ha sido un gustazo, se dijo con una sonrisa burlona.

-¿Qué tal Lyon?
-¿Qué tal el de efe?
-Yo pregunté primero.
-Pero la llamada la hiciste vos.
(16 de julio de 2011)

Quebrado, porque no había otra palabra (definitivamente había otra, pero su vocabulario siempre quedó a deber), reaccionó muchos días después, cuando ya la desazón le cedía el paso al enojo. Entonces preparó la maleta. Una sola. Más libros que camisetas. Más borradores que pantalones. En la estación tuvo tiempo de ver al Milán perder en el Calderón. Entonces entendió por fin que la vida empezaba a sobrar.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Fragmentos I

Estrellada tarde, dijo, y yo no entendí por qué carajo estrellada. Habían pasado apenas unas horas desde que nos habíamos visto por primera vez y ya me costaba entenderle. Escogió ese adjetivo –esto lo dijo después- porque quería quedar bien conmigo.

Es imposible, afirmaban los amigos más viejos, los primos que se hacían llamar experimentados. El amor a primera vista es cosa de las películas y de las novelas vagas de autores que se dedican a facturar con cifras de más de cinco ceros.

Enterados están, advirtió Omar con un tono paternal. Salía el sol apenas y el ambiente fresco se notaba de lejos. No había escalón que no hubiéramos conquistado ya. Nos creíamos dueños del mundo. Pero avisados estábamos.

Esperando por algo que no sé qué es desde siempre, che, dijo el argentino, y uno nunca se da cuenta de las posibilidades del amor. Del acompañante al lado izquierdo en aquel último vagón en una ciudad oscura que eternamente se negaba a participar en estas cosas.

Escondía dos libros en la mochila de puntos de colores, su caminar era presidenciable y con timidez mostraba los ojos de color eléctrico: no todos tienen dignidad hasta en la victoria.

Es imposible hacer cuentas de los días. Todo empezó un 23 de mayo, pero cómo afirmar con seguridad que así había sido, que podemos confiar en las fechas y en los calendarios. Porque recordabas un viaje en metro línea azul unas semanas antes. Recuerdos realmente difusos en épocas donde lo valioso precisamente era que el tiempo dejaba paso a lo trascendente. Al amor, aunque suene así, apastelado y fácil. Los que han sido protagonistas saben que nunca es así, y sin embargo qué se le va a hacer, dijo el mexicano, amigo de un amigo. Qué se le va a hacer, la puta madre, secundó el argentino.

jueves, 7 de febrero de 2013

Los días normales.

Ese día no pasó nada.

Ni siquiera el periódico local lo mencionó. Uno hubiera pensado que El Chismoso se fijaría en un evento de ese estilo, lleno de sangre y misterio. Que cuando Doña Clemencia asistiera puntual a misa de siete y se sentará en la tercera fila después de hincarse ante el altar de la iglesia de San Teodoro, hacer una oración y pedir perdón por mi culpa, por mi culpa, por mi propia culpa, hiciera ella un comentario burlón y quizás grosero sobre el asesinato, tan mal que le caía el muerto (¿hubo más de uno?), y entonces Juventino, el joven Juventino (tantos años arando y viviendo apenas, doce hijos reconocidos y muchos más regados por ahí) que de joven tenía sólo el apodo, respondiendo en voz baja mientras el padre lee las palabras de Lucas o algo así, una vocecita mínima que no alcanzara a oírse en la fila de atrás, qué desatención ante el Señor que todo lo ve y todo lo escucha, mejor ya cállese, doña Cleme, que nos van a tachar de pinches chismosos, ya ve cómo es el cura.
Pero no, porque la vieja (que de vieja tenía hasta los ojos, una lástima) Clemencia no dijo nada, ni una sonrisa maliciosa cuando Apolinar menciona a la pasada los muertos por los que le pedía al Cielo y a los misericordiosos santos que todo lo perdonan, que todo lo olvidan, ni siquiera un pensamiento malvado, algún murmullo, un suspiro (¿quién suspira por una boca menos que alimentar?) de la familia presente -no todos asistieron. Nada. Ni un gesto, ni un movimiento inconsciente, siquiera un sobresalto mínimo. Porque ese día no pasó nada.

Cuando le preguntaron a Venustiano -ni viejo ni joven-, de oficio policía, qué había pasado y respondió como han respondido otros a la primerísima pregunta del periodismo reporteril, ni siquiera pudo decir que había muertos, que había sangre, que había alcohol y putas involucrados en el asunto. Porque hay cosas que es mejor no decir, sobre todo en año electoral, usted sabe, apreciable Alejandrino, aquí no pasa nada a menos que el Comandante indique lo contrario. Y con qué llenará las dos páginas de Policial, tan fácil que era en los tiempos del presidente Malagón, ya nada es igual, se dice Alejandrino Pérez Rubio, periodista, reportero, editor, corrector e impresor del Gran Diario Del Norte -efectivamente, lo único que tenía el periódico era la ordenada prosa su único trabajador. Con qué llenar dos páginas que antes se llenaban solas, tantas muertes y tantas muertas, tanta impunidad como ahora pero con nombre y apellido. Con caras desfiguradas y charcos rojos. Charcos rojos con los que se podía armar una gran fuente del sufrimiento y de la decadencia. Grandes charcos donde Alejandrino bañaba sus dos páginas de policial a diario.

No hace falta decir que desde que llegamos a esta Casa de gobernación, el estado tiene la tasa más baja de homicidios del país, declaró ante cientos de personas el casi seguro reelecto gobernador. Aquí nadie que cometa un crimen queda impune, repite en todas las comidas con las autoridades oficiales.

Pero aquí, en la Iglesia de San Teodoro, con puntualidad irónica, se lleva a cabo a las cinco de la tarde, entre unos pocos -casi todos obligados por las convenciones sociales- el funeral del muerto que no murió en el crimen que nunca ocurrió. La misa la lleva a cabo un cura menor, aprendiz de pederasta. La mediocridad del evento queda más claro cuando no se nota la presencia de ninguna de las dos parejas conocidas de Anselmo Gutiérrez Cruz. La gente se retira y el último en salir, hermano del difunto, deja una considerable cantidad de limosna para que el cura menor y sus acólitos (posibles víctimas, ángeles de la tentación divina) lleven a cabo el entierro. Cerca de las seis y media de la tarde empieza a llover mientras el cura menor termina una pequeña oración para la salvación eterna del muerto que nunca murió, según los registros oficiales.
Pasarán muchos años para que alguien recuerde a Anselmo, un fantasma apenas visible.

Ese día no pasó nada.

martes, 8 de enero de 2013

Baila Conmigo

Era una pista de baile y las desconocidas caras de sorpresa y conmoción de sus colegas. Eran las 11:02 de la noche de un viernes cualquiera que empezaba a pintar único. Era la cumbre del amor, quizá, aunque suene totalmente cursi y romanticón, como no querías que sonara y sin embargo ahora es así, qué carajo importa cómo suena si lo que pasó ahí, esas manos en la cintura y su abrazo con los brazos en tus hombros, fueron eso y más. Fueron fuegos artificiales después de los años del horror y días soleados. Fueron brincos de alegría después de la insolente soledad que significa no poder ser uno mismo. Todo eso resumido en los minutos que dura un baile, lo que dura la canción de un cantante argentino ex-marido de Cecilia Roth. La alta felicidad que prescinde de todo elemento del contexto y del ambiente que se genera alrededor de esas dos personitas lindas aferradas el uno al otro, y aferradas aun más allá, el perpetuo espacio que le concederá la memoria de cada uno a esa ocasión en que dos cuerpos, dos almas, dos corazones, se sincronizaron; y la que le concederán los demás, los amigos que también sufrieron para que ellos pudieran ser a su manera y a su estilo, los compañeros que aportaron horas en la madrugada para decir que no podían claudicar, porque la justicia es un asunto de vida o muerte cuando no te ha ganado la desgana o la madurez. Ese instante (los días, las semanas) en que se vieron a los ojos para jurarse que todas las noches de lágrimas, de ilusiones sin sentido, de imágenes paganas (te queremos, Federico) y de oscuro y frío abandono, tenían que valer algo, tenían que significar por lo menos un baile más, por lo menos una oportunidad más de saberse eternos, aunque sea aquí y ahora, un tiempo que alarga las manitas para que dure más, allí donde ellos le ponen el broche final a la canción con un gesto particular que demuestra que lo que nos ilumina el camino pendiente para arriba es, precisamente, la sonrisa del otro.