viernes, 22 de noviembre de 2013

Donde el paseante se detiene a observar vestigios de su pasado

A veces me paseo por La Alameda y en ocasiones me detengo a ver pasar muchachos jóvenes y hermosos que me recuerdan cuando tú lo eras.

A veces uno de ellos se sienta en las bancas de piedra en alguna de las fuentes y me tranquiliza. Quiero llorar de la emoción cuando a alguno se le ocurre sacar un libro y perderse en la lectura. Me quiero acercar y abrazarlo. Quiero decirle que esas cosas me salvan la vida. Me la curan. Aunque no entienda nada —¿acaso yo entiendo algo?— y su cara delate confusión. Aunque se alejen de mí lo más rápido que pueden. 

A veces hay chicos que, errantes —¿quién no lo está?—, o por lo menos aparentándolo, toman asiento y unos minutos después pierden la mirada. A ellos me quiero acercar y soltarles de una que no están solos. Y tomarlos de la mano, joder, porque no están solos. Y aunque estuvieran solos y aunque la soledad no es siempre mala, decírselos. Que habrá días tan malos —o peores— como hoy, pero que estarán compensados por otros —los menos— que harán que esto valga la pena.

A veces están los que vienen acompañados, con sus parejas, con sus amigos. Esos son los más difíciles. Pareciera que las interacciones sociales les llenan la cara —las expresiones, las risas, las miradas— de máscaras que acaban por esconder al verdadero paseante. Se dejan llevar por la mayoría —horrible manera de decidir— y acaban por irse rápido, como rápido esconden cualquier vestigio de disidencia. Pero a ellos también quisiera decirles que no está mal pensar diferente. Que no está mal decir la verdad, que no está mal no reír por un mal chiste. Que, al contrario, la diversidad le confiere al grupo de amigos un arma que sirve para todo menos para lo que las armas sirven: para dar vida. 

Ya estoy delirando.

Será que veo en cada rostro de estos muchachos el tuyo. Sus ojos a veces resplandecen y a veces pienso si me merezco observarlos. 






A veces todavía los veo idealistas y alegres. Ingeniosos e inmortales, capaces de evitar una catástrofe.






A veces me consuelo pensando que así nos vimos hace no tanto tiempo. 


domingo, 17 de noviembre de 2013

Donde se relata el día que nos conocimos

Emprender la huida, juntos, sin mirar atrás. Sin pensarlo. Dos mortales destinados —¿quién escribió sus historias?— a quererse con tal decisión que harán tambalear al mundo.

La adrenalina. Correr sin parar y agarrados de la mano. No voltear atrás. Nunca voltear. No parar, que las piernas sangren pero no parar. Verán a lo lejos edificios indiferentes y al azar —no existe el azar: aquí es apenas el nombre de los que perdieron— escogerán uno donde resguardarse de no se sabe qué o quién. De no se sabe cuántos. De la locura, quizás. Del mundo como era antes de haberse conocido.

Y entonces sí: bienaventurados sean los hijos rebeldes y amorosos que un día se encontraron por fin —after all those years— y que escaparon, muertos de miedo en pasillos interminables, en pasillos de hoteles abandonados donde buscaron refugio y encontraron su final. La gloria esté con ellos y con su espíritu, porque la venganza vendrá mañana. La gloria toda para ellos, que escogieron el amor antes que la vergüenza. 

Al alba, un grito anunciará el final —se podía leer en los textos sagrados.

Será el grito de dioses de nombres impronunciables que, en su furia, corregirán sus desaciertos de forma apocalíptica y espectacular —como sólo ellos. 

El grito. Desgarrador. Lejano. Estremecedor. Concluyente:

«Bienvenidos al límite. Bienvenidos sean. Bienvenidos al límite.» 


[Y no habrá archivo que documente aquel día glorioso.]