miércoles, 8 de enero de 2014

Fernando y yo.

Lo conocí una mañana fría de diciembre, con un sol anecdótico, en la zona de fumadores de una escuela de cuyo nombre no hay que acordarse. Leía a Alberti y temblaba. Fernando, con el pelo largo y las esperanzas cortas, estaba en vísperas de un exilio que se antojaba definitivo y y sin embargo transmitía una tranquilidad que asustaba.

Le gustaban los jeans rotos y las playeras ajustadas. Era rubio y detrás del dorado se escondían dos ojos avellana que podían ser fuego: de cariño y de furia; de compasión y de venganza.

Jugaba al fútbol en la liga de la ciudad deportiva y el legendario número 19 dejaba ver sus intenciones: era un goleador implacable y sin embargo el protagonismo le molestaba. Lo que más le dolía –me dijo– era hacer goles que no sirvieran de nada. Goles que adornaran un marcador que nadie recordaría.

La primera vez que platicamos –Biblioteca Central– acabamos muy tarde –temas de política y de fútbol– y la bibliotecaria nos tuvo que apresurar porque el lugar estaba por cerrar. Afuera llovía y decidimos agazaparnos en el bar más cercano. También de ahí nos corrieron.

Con él descubrí a la Generación del 27 –tema capital en la vida de ambos– y los jueves nos juntábamos a la tarde a platicar y comentar los libros de Vargas Llosa, que en aquellos días leíamos por primera vez, totalmente deslumbrados.

Escuchaba The honey trees y soñaba con viajar a lo largo y ancho de América como ellos. En sus últimos días mexicanos, recorrimos el Centro Histórico a pie y sin descanso. Necesitaba llevarse las imágenes, los colores y los sabores. Necesitaba recuerdos que aguantaran por él en el frío canadiense.

El calor de nuestra amistad nos arropó cuando más lo necesitamos y hoy, que Edmonton amanece a -10º, le entrego con devoción mi abrigo y él sus bufandas coloridas, que se traducen en charlas largas y risas tontas imaginando su vuelta a la Ciudad que un día lo negó. Su sonrisa me cura la tristeza y juntos nos curamos la soledad.