martes, 13 de mayo de 2014

Todavía la música

Alex era el aspirante a rock star del grupo. Se dejó crecer el pelo hasta los hombros —hermoso ondulado castaño— y usaba playeras sin mangas. Era flaco y portaba lentes negros de un glamour venido a menos. Tenía un destartalado Renault 12 que le había dejado el abuelo y pocas veces lo vi sobrio. En suma: era un habitante de las carreteras y los clubs sórdidos de la madrugada mexicana, pero sobre todo, era un genio. Sus canciones —la decadencia, el abandono, sus novias— conformaban el soundtrack de nuestras tardes, cuando el sol se dejaba ir y todo importaba poco.

Nadie sabe en dónde ni cómo escribió la letra de sus canciones, si es que llegó a hacerlo. Nunca lo vi con nada parecido a una pluma o una hoja. No tenía celular y en la mochila —sucia, desgastada, descolorida y rota— sólo llevaba una o dos camisetas, una pasta de dientes y tabaco. 

Conocí a sus padres cuando, desencajados, lo encontraron demasiado drogado como para entablar una conversación más o menos lógica. Por alguna razón —me consuelo pensando que se acordaba de mí, a pesar de todo— entre sus cosas llevaba un papel con mi nombre y mi número de teléfono. Lo había apuntado yo, aquella vez que nos cruzamos en una transitada calle del Centro Histórico. Para lo que sea, le dije, casi suplicando que no tirara el papel cuando nos despidiéramos. Los señores Villegas me llamaron y tuve que explicar con mucha paciencia que tenía más de 5 años sin verlo y que lo único que conocía de Alex eran las leyendas que se contaban en la Nacional Preparatoria. Que el grupo de amigos de entonces ya no existía y que nuestro encuentro fue una casualidad. 

La rehabilitación —extensa, cansada, dolorosa— me permitió conocer, por fin, al Alex más íntimo. Sus sombras, su soledad, su genialidad. Las historias, en su condición de mito, exageraban, pero sin duda tenían una razón para existir. Después, cuando parecía que el chubasco había pasado, volvió a desaparecer. 

Hace 20 días, Alex se fue a caminar, como siempre, y no volvió. Nadie sabía a qué sendero de la provincia mexicana había ido a dar, hasta ayer, cuando su madre me avisó que lo habían encontrado en una pequeña población de Tabasco. Sobredosis. 

Me gustaría decir que lo he visto, de reojo, en algún bar o en República del Salvador, paseando, curioso, registrando todo con sus ojos oscuros y derrotados. Me gustaría gritar que Elvis está vivo. Que me lo dijo un amigo, cuando el sol empezaba a caer. 

Una vez, en un sueño, lo oí, cantando una de esas canciones largas, tristes, lentas, con la gloriosa compañía de su guitarra. Recuerdo que estábamos en una plaza y la gente lo escuchaba. Algunos le tiraban una moneda. Otros aplaudían desganados cuando terminaba. Yo le dejaba un pedazo de papel con mi nombre y mi teléfono, por si algún día le daba por descansar de tanta locura.

Cuando desperté, y recordé esa sonrisa entre coqueta y burlona, me dio por llorar.