domingo, 22 de septiembre de 2013

Ojalá que estuvieras conmigo en el Río de la Plata

Escribo esto todavía tocado por el desgastante ajetreo del adiós.  
Es la única manera de hacerlo. Deberíamos permitirnos flaquear, apoyar la cabeza en algún hombro familiar. Pero no. Ya no. 

A quien corresponda:
                                   Gracias. 

Merecíamos otro final. O por lo menos otro principio. Quizás una sonrisa y ya. Nunca más volver a vernos después de aquel primer saludo cuando 15 años segundo de secundaria. Nunca más y así no sería posible este amargo amanecer de domingo en alguna calle de unos suburbios abandonados. 

El más pequeño desvío. La ligera brisa (después un ventarrón) que entrecierra la ventana. 
El cajón semiabierto. La casualidad. El destino, si quieres y para que no suene todo tan inútil como realmente fue. 

Pero no. 

Siempre un "pero no".

El saludo, cada vez más cordial, más cercano. Más íntimo. Primero apretón de manos cómo andas. Después beso en la mejilla querido mío, tanto tiempo. Al final beso en cada mejilla y abrazo largo. Los que perdemos no sabemos parar. Escogemos descarrilar antes que frenar. 

Escogemos seguir. Porque nos sentimos valientes y un día un beso de más. Una mano sosteniendo la del otro en medio de una película de Trueba. Las fobias de uno (los temblores citadinos de la Ciudad Oscura) sostenidas por el otro. No pasa nada. Un abrazo que recién terminará en la cama de algún hotel de Paseo de la Reforma. 

Escogemos mentir. Porque prometiste -primer error: prometer-  que lo querrías siempre. Que lo protegerías siempre. Verbos de un futuro borroso en días de huracán. Hasta el final de nuestras vidas. Y entonces los ojos azules que anuncian destrozos. El azul litoral de un viernes que cambiará todo. La brisa como preludio del desastre. 

Siempre un "otra vez". 

Escogemos escoger. Te vas. Le dices que no puedes más. Que allá afuera hay, en algún metro, en algún patio de escuela pública nivel medio superior, un muchacho que confirma que no eras más que un mentiroso. Él -muchacho de ojos lindos- es el de verdad. 

Escoges pelear. Defiendes tus mentiras. Vuelan las palabras. Duelen. Pero resistes porque vendrán días mejores. No acabas de entender que tus conjugaciones encierran un juego fútil. Absurdo. 

Escoges la guerra. Se fue y vivirá la vida que sus padres desean. Aquí, tú perdiste. Ni azul ni nada. Solo gris. Mucho gris.

Escogimos el exilio. Él -el que triunfó después de tus mentiras- con sus amigos, con sus amores, con su vida. Tú, lejos, te escondes en el pasado que no fue. En el momento que no cumpliste. Tú, en el retiro emocional, aspiras a que él -el que ganó- sea feliz por tu culpa. Siempre la soberbia. 

Escogemos regresar. Apretón de manos cómo estás, querido, hace cuánto. Los recuerdos. La necesidad de saberse ganadores a pesar de todo. Beso en cada mejilla, invítame a comer, guapo, y lo platicamos. 

Escogemos el engaño. Nos sentimos bien porque estamos juntos en esta cama y mientras estemos no importará que antes la mentira. Que antes hubo uno que huyo para buscar la oportunidad que el otro pensaba era con él. 

Escogemos el dolor. Escogemos el silencio. Escogemos recordar el día de aquel primer saludo cuando 15 años segundo de secundaria. Esa tarde en que el que ganó se enamoró para siempre y el que perdió conoció al hermano de su mejor amigo. Un buen final y sin embargo el resto del camino, todavía. 

¿Quién ganó? ¿Quién perdió? Tuvo que pasar mucho tiempo -días de tedio, meses inservibles, lluvias y lluvias en la Ciudad Oscura- para que los dos entendieran que no se gana ni se pierde. Que las cosas se hacen bien o mal. Y  ya está. 

A quien corresponda:
                                  Ha sido un placer enorme. Aunque no lo parezca. 

lunes, 16 de septiembre de 2013

Collage paradisiaco de todos los fines del mundo

*Para Julia, con la que algún día visitaremos los lugares todos que aquí se mencionan.*

He llegado al fin del mundo y no he visto nada más que el mismo cielo que se puede ver algunos días de intensa niebla en la ciudad que habito. 

Antes, cuando niños, la abuela nos llevaba a ver el mar. Los demás jugaban, corrían, reían sin parar. Yo, perplejo, entrecerraba los ojos para poder ver lo que no podía: otras costas allá donde acaba este mar que empieza aquí. Los saludos lejanos de marineros sucios y valientes que se preparan para venir a este lado del mundo. La mirada triste de una princesa cuyo castillo ha quedado reducido a ruinas, como sus amores. 

Una vez, en Nueva Zelanda, con amigos de otros tiempos, pudimos ver, por fin, lo que significaba nuestra patética existencia: los niños aquí también son niños, y no valientes hombres sucios preparados para salir a cazar. Extraño a la princesa. 

Es decir, nunca antes la niebla y el frío se combinaron como ahora. Que se acabe el mundo aquí, en este punto, significa algo. No sé qué. Quizás que tú tenías razón y lo mejor era quedarse a vivir con los chicos en las Islas Australes. Nunca vimos un sol tan puro como aquellas mañanas, enamorados de un destino que evadíamos. El amor, tal vez. 

Pero aquí estoy otra vez, y los carteles que dicen que se termina la parte terrestre del Planeta Agua advierten también que tenga cuidado el paseante con la niebla. Nadie avisa que la lluvia regular e inacabable -como aquellos 8 años ininterrumpidos en Macondo- acaba por darle un tono diferente a todo: mis ropas no son más que pesados anuncios de que mi vida está por terminar. 

Y entonces tú: la Nueva Zelanda lluviosa y días enteros trepando montañas y besándote entre el ruido salvaje y la verde humedad que se extendía más allá del mar que en otros tiempos miraba absorto. Ahora te miro a ti y es como antes: la niebla cubre la verdadera expresión de tus ojos y ya no hay nada qué hacer. Tú eras la princesa y yo las ruinas. Pero cómo anticiparlo cuando uno tiene apenas 9 años. 

Siempre quise venir al fin del mundo. Ahora me doy cuenta por fin que nunca estuve tan cerca de ti como ahora, aunque mi vida concluya en estas alejadas y solitarias tierras. Las ruinas del castillo se convierten en recuerdos inútiles de personas que no fueron capaces de regresar a la rutina. Me alegro.

Arrecia la lluvia. Será mejor terminar con todo esto antes de que acabe la canción. 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Primera persona plural necesaria

Creo que ahora la Ciudad Oscura dejó de serlo. 
La (nueva) Ciudad Salvaje que se aparece sin anunciarse alberga en sus entrañas la pasión de los que todavía esperan revertir la situación. 
Cuál situación. La situación. 
El rezago, palabra horrible. La descarada desigualdad. 
Caminamos bajo la lluvia porque es una señal: nos han dejado, en medio del océano, y que cada uno nade para donde pueda. Asqueroso. 
Y nosotros no queremos. Escogemos la unidad. La solidaridad --palabra mancillada por el innombrable-- es nuestra bandera. 
Se han negado a brindarnos mejores condiciones. Y ahora, con impune cinismo, nos imponen burocráticas evaluaciones. Y mienten. 
Porque dicen que no queremos ser evaluados. 
Pero lo que no queremos es que el señor de traje del escritorio de gobernación nos diga quien sí y quien no. 
No queremos --ni creemos-- que la educación se evalúe así tan fácil. No creemos en la educación que aspira a llenar puestos de trabajo en alguna empresa del hijo de fulano de tal, #13 en la Forbes. 

No es casualidad la retórica priísta: volvieron para quedarse y a nadie parece importarle. Pero no vayamos a cerrar una avenida (siempre el egoísmo, siempre lo mío antes que los demás, antes que lo de todos), no vayamos a exigir un poco de igualdad, porque qué molestia. Qué desagradable tener que pelear por lo nuestro. 

Resistan, maestros. Este país medio dormido y olvidadizo los necesita.