miércoles, 3 de julio de 2013

Recuerdo de Christian

Nació en julio y murió en julio. Me acuerdo que le gustaba Blondie. Andaba silbando siempre, bajito, apenas audible. Los últimos días escogió el silencio.

Marco me avisó por teléfono que renunciaba a cualquier tratamiento. Basta ya de tanta mierda. Lo fuimos a ver los dos juntos cuando los dos estábamos juntos. Nos recibió con cordialidad, pero ya no era parte de este mundo. Nos dejó un regalo: ustedes están destinados al fracaso, anunció entre drogas para calmar el dolor. Acertó.

Los boleros que sonaron en la eterna y fría noche del velorio eran los discos que siempre llevaba encima. Desde entonces no he vuelto a escuchar la voz de Agustín Lara.

Con Juanma y conmigo, Christian vio el mar por primera vez. Aprendió a nadar ahí mismo, a la mexicana, mientras el Sánchez mediano cortejaba a una morena de Tabasco. Esa noche todo acabó mal cuando la lluvia y el marido de la sureña nos interrumpieron la velada en la cual Chris por fin entendió que nunca volvería a ver el mar. Nosotros no lo sabíamos. Nadie lo sabía. Y sin embargo lo descifró todo cuando la madrugada guerrerense nos despidió a las apuradas. Los adioses son mejores cuando no se sabe que son adioses.

El glorioso verano de 2007 nos llevó al mismo grupo en el colegio. 6 meses que fueron 6 minutos. Chris perdió a su madre y el precio de la colegiatura era ya inalcanzable. Todos se van. Se prometió a sí mismo que algún día la escuela pública sería universal. El cáncer le impidió avanzar hacia la victoria de todos.

Lo dejo, Adriana, lo dejo todo. Su voz anunciaba entonces el final de la aventura. Adriana siempre fue fuerte y no flaqueó. Hasta el último día, cuando todo era desastre y dolor, aguantó firme y amorosa. Lo acompañó en la parte más dura. En ninguna otra. Los mejores ángeles vencerán a los peores demonios. Después, ya con la muerte llenando cada espacio de su vida, Adriana jugó a la inmortalidad. Perdió.

Christian fue el primero en llamarme cuando las líneas saturadas dejaron de estarlo. Era la noche del 11 de septiembre de 2001 y pensábamos que había llegado la tercera guerra mundial. No siento dolor, dijo. No siento nada.

Siempre, también, la cara de ella. No Adriana, que llegaría después y sería la última luz de un camino muy oscuro. De ella, la que no tenía nombre ni destino, la que no tenía corazón ni alma ni casa ni dueño. Ella, la de las noches inolvidables. Ella, la de los días insoportables.

Descubrió a la muerte antes de que su madre muriera. Una noche, entre pesadillas y un calor sofocante, alcanzó a ver a un hombre a lo lejos. Era su padre. Tenían los mismos ojos. Un incendio le había impedido a su madre conservar fotos de la familia. Aquel recuerdo -real o no- sería la única foto que llevaría siempre consigo.