domingo, 7 de septiembre de 2014

Despedida

Escribo por última vez en este blog.

Seguiré escribiendo en otros lugares, y espero que allá también me acompañen.

Le digo adiós a estos apuntes, que nacieron hace ya muchos años, cuando yo no era yo, sino apenas un muchacho más flaco y un poquito optimista, que soñaba con contar historias geniales de su juventud en esta ciudad medio encharcada pero viva. Espero que esto que ahora soy –no sé muy bien qué– sea un pequeño homenaje a mis yo más jóvenes.

Me despido, y borroneo esta última página de un cuaderno hermoso, que supo ser un registro sobre mis días felices y los no tanto, sobre mis amigos y sobre el amor.

Les dejo una brevísima historia del blog, que recientemente cumplió años.

Mi texto favorito de todo lo que aquí fue publicado, un homenaje a la amistad, no podía ser menos.

Dejo los textos sobre los personajes que se fueron apareciendo en mi vida y la inundaron de belleza y alegría: las historias de Jorge AlbertoFernando, Christian, Alexander, Salvador y CarlosSobre mí y sobre la necesidad de las coincidencias.

También las aventuras de aquellos a quienes no conocí, pero que me dejaron la esperanza y la sonrisa: muchachos de ojos lindos, con sombreros exóticos, con rulos y los que se sientan en las bancas de la Alameda Central.

Y, por último, una canción.

Le agradezco a todos los que perdieron su tiempo leyendo, compartiendo, criticando y, sobre todo, volviendo. Sigan volviendo.

Digo adiós. Digo nos vemos sabiendo que, en alguna estación, nos encontraremos y nos saludaremos con el mismo gusto de siempre.

sábado, 16 de agosto de 2014

Muchacho con sombrero

De repente te apareciste con un chambergo negro y una chamarra exótica; con la nariz respingada y la elocuente soberbia de los que se saben hermosos. Caminabas leve y la elegancia se te escapaba por todos lados. Los jeans, oscuros y ajustados, esculpían tus piernas, y los mocasines rojos andaban como dos peces bellos en un coral cerca del fin del mundo. Resaltabas sin esfuerzo de entre la multitud.

Me crucé contigo en la fila del baño de hombres y quise darte un abrazo, decirte que habría un tiempo —un universo— en el cual tú y yo podríamos haber hablado más tiempo. Quizás y hasta haber contemplado la lluvia cayendo sobre la ciudad o una película de Al Pacino. Quizás, incluso, un tiempo donde yo hubiera podido haberme acercado un poco más y perderme en tu cara, en las facciones perfectas, en los ojos de quien no pierde nunca. Un tiempo mejor; un tiempo peor.

Lo más cerca que estuve fue aquella primera vez, aquel contacto inútil y esforzado de cruzarme en tu mirada. Breve, estúpidamente, pensando que te detendrías en mí. Que algo cambiaría entonces en el curso de los acontecimientos, que por fin serías frágil. Esperanzas bobas. Expectativas frustradas. 

Y entonces te fuiste, así como habías llegado, mientras pensaba que no habría próxima vez entre nosotros: que todas estas fugaces y horrendas experiencias me torturarían silenciosamente. Que tú —muchacho con sombrero— serás uno más —uno menos— en este infierno de haberse entregado a la imposible idea de querer a alguien para siempre.

sábado, 2 de agosto de 2014

Ocurrencia II

Lo turbio, esa despedida entre amigos que será la última pero ninguno quiere decirlo y aparenta no saberlo. El abandono, ese sentimiento del poeta que huye clandestinamente por miedo a los fantasmas. La certeza, esa conmovedora frontera entre los sueños y las esperanzas.

Eternidad, muchachos que sostuvieron tu mirada y después sonrieron. El miedo, un parque abandonado en una noche veraniega donde los gritos se ahogan en el océano silencioso de las construcciones urbanísticas.

Vacuidad, el nombre de revolucionario mexicano que tendrá la calle donde seremos asesinados. La fugacidad, ese no somos nadie, ese rostro que alguien reconocerá pero no sabrá relacionarlo con ningún nombre, con nadie, con nada. 

Ocurrencia

Suena en una radio
veraniega
la voz del conductor
de suaves tonos
la palabra olvido.

Y el entrevistado
—un autor
consagrado—
afirmará que
la novela
la poesía
el amor
han muerto.

No lo sabe nadie
pero el autor
está más
solo
que un perro
en mitad de la lluvia.

viernes, 25 de julio de 2014

The good old days

Para mí las buenas épocas se distinguen porque fueron aquel par de semanas en que podías llegar a Casa Nico y ver una película con J. o con K. y después, si no era muy tarde, salir a comer y quizás, si era jueves o viernes, tomarse unas cañas en uno de esos lugares tranquilos, oscuros y discretos donde te ponían a Chet Baker y se podía conversar y reír toda la noche, o por lo menos hasta que una buena chica o un muchacho hermoso elevaran la apuesta y cualquier día se convirtiera en uno para recordar cuando nos pusiéramos viejos o cuando nos preguntaran cuáles eran —cuales fueron— las buenas épocas. 

viernes, 27 de junio de 2014

Series Finale

Para Juan Manuel.

Lo primero que me dijo después del abrazo y las sonrisas —esos territorios conocidos y familiares, esa tranquilidad de sus palmas en mi espalda— tiene que ver con lo que somos, o por lo menos con lo que quisimos ser. «La última vez que nos vimos —siempre un plural cariñoso— el Subcomandante Marcos todavía existía.»

Qué viejos estamos. Pasaron casi 4 años. Tenemos 21, pero nuestras miradas han cambiado: el fulgor de los elegidos se ha perdido para siempre. La alegría revolucionaria se nos fue al carajo. En cambio, su barba y los lentes —curiosa novedad— le regalan muchos suspiros en la terminal dos del Benito Juárez Aeropuerto Internacional. Estás más gordo, me dice al oído. Te dije que siguieras jugando al fútbol. 

Al principio nos odiábamos. Me calentaba su elegante pendantería. Se robó mi postre en el receso y se lo regaló a la muchacha que se sentaba detrás mío. Respondí furioso: me hice amigo de su novia y les quitaba tiempo de calidad en los descansos. Un día la profesora Vanessa nos puso a trabajar en equipo y no nos soltamos nunca más. En una escuela sin mayores retos que sacar buenas calificaciones, nuestra amistad nos mejoraba: luchábamos para ser mejores. Pero no bastaba: siempre nos atrajo más la belleza que el triunfo.

Más sonrisas cómplices. Viejas sensaciones que se despiertan un tanto desorientadas, como aquellos pacientes en coma que, 32 años después, entre bostezos, se asombran de la precisión de la tecnología que no conocen. No sabíamos —no estábamos conscientes— del ritmo interior de nuestros movimientos. De la perfecta coordinación de los gestos. Conexiones embrujadas, como dos delanteros —Torres y Villa, imagino— que, de tantos años tirando paredes, envían pases a lugares inverosímiles pero correctos. 

Comimos en un McDonalds mientras recordamos aquellas tardes desordenadas en que discutíamos durante horas sobre cualquier cosa: la falda de Rocío, la Juventus de Lippi, el desafuero de López Obrador. Acá sabe menos mal que allá, dice, observando con escrutinio exagerado su hamburguesa. 

Mientras recorríamos en auto las calles mojadas y sucias de la Ciudad Oscura, J. no despegó la nariz del cristal. La ciudad me ningunea, dijo. Es la decadencia, respondí. Qué desconocido encuentro todo, concluyó abatido. Ya era un extranjero más. 

Vámonos, insistía cada vez que terminaba una canción. Semáforo rojo. La peleamos allá y te conseguimos un lugarcito en el Chicago Sun o uno de esos. Te quedas en mi departamento, como pensamos de chicos, y los sábados nos juntamos a ver los partidos de fútbol del equipo que armaron los hijos de inmigrantes. Te va a encantar. Semáforo verde. Todavía tengo cosas qué hacer acá. Algún día, quizás. Volteamos a vernos, para verificar nuestras promesas. Teníamos ojos de un ojalá que se extiende hasta el olvido. 

—Quedó bonito el Centro Histórico.
—Es que ahora lo ves con ojos de turista.
—Quizás.
—No. Seguro. 

Nos sentamos un rato en la Alameda mientras el sol se ponía. Hablamos de los amigos, de los otros, de los que ya no se encuentran mientras uno camina por Madero o Juárez, como antes. ¿A dónde fueron a dar? Nos quedan un puñado de recuerdos y un par de fotos perdidas —¿quién se las quedó?—, Casa Nico como el hogar al que todos podemos regresar, aunque sea sólo de pensamiento, y un par de noviazgos fugaces. 

—Una vez vi a Fernando de lejos.
—¿Lo saludaste?
—Me acobardé.
—Le hubieras gritado o algo. 
—Se veía contento. 
—¿Y eso qué?
—Así está mejor.

Nos metimos a las librerías de viejo de Donceles. Hablábamos de autores que habíamos conocido en la ausencia del otro. Nombres de bandas que habían modificado el soundtrack de nuestras vidas. Mujeres —y hombres— con quienes habíamos compartido cama. Derrotas y victorias. Partidos de fútbol, compañeros y amistades nuevas. Las lluvias de allá y de acá. Mencionamos, así como iban saliendo, nombres de excompañeros que habíamos encontrado en facebook o en twitter, desmejorados en sus aspiraciones. Tal como nosotros, un poco más dignos ellos, decíamos, con un poco de amargura. Nos comimos un helado y no sentamos en las escaleras de la Asamblea Legislativa. Empezaba a soplar el aire. 

—¿Tú crees que aguantemos otros cuatro años, de aquí al Mundial de Rusia? Yo creo que no. 
—Yo creo que bajo ninguna condición aguantaremos cuatro años de cualquier cosa.
—Sí, puede ser. 
—Ya no estamos para hacer planes a largo plazo.
—Nunca estuvimos para eso, igual.

El Zócalo de noche. Ahora sí me siento turista. Nunca había estado aquí de noche. Cómo no, inútil, cuando venimos a protestar contra la guerra de Calderón. Ah, sí, pero esa no vale. ¿Excuse me? No vale porque aquella vez no venimos al Zócalo a estar. Vinimos a protestar, a llorar, a decirles a los compas que no estaban solos. Hoy nada más estamos aquí por estar. Y ahora sí estamos solos. Antes por lo menos nos teníamos el uno al otro. 

—¿Te acuerdas que íbamos a conquistar el mundo?
—Yo iba a conquistarlo y tú ibas a ser mi jefe de gabinete. 
—Se nos cruzó la realidad. 
—Un par de años más, quizás. Uno nunca sabe. Se nos acabó el tiempo muy rápido.

Fuimos a las canchas, abandonadas, en un terreno ahora baldío de una colonia límite del DF. Ahí, de mañana y los sábados, llegó nuestro único título de fútbol juntos. Ya ni el pasto crece, apuntó. Así es esto, dije, como intentando llenar el silencio de aquellas porterías oxidadas y sin redes, sin fondo. Nos quedamos otro rato más, en silencio. Nos recargamos sobre un poste. Empezamos a recordar anécdotas. Nos agarró la mañana entre el frío y la melancolía. 

—No he vuelto a hacer un gol de tiro libre desde que dejé esta cancha. 
—No me jodas. 
—Debe ser la poética del fútbol. 
—Debe ser que allá hacen los arcos más chicos. 

Un día decidimos fundar un club. Nuestro primer manifiesto lo escribimos en el segundo piso de la cafetería de la secundaria. El segundo, en las bancas del Parque Hundido. El tercero, el último, afuera del Plan Sexenal. Ningún texto de aquella época sobrevivió. Mejor así. 

Valle de Senegal número 35, mejor conocida como Casa Nico. Sede del Club de los Conductores Suicidas. Vaya nombre. Casi ni recordábamos la fachada. La historia se sucedió en el interior, como todo en nuestras vidas, dijo. Una alegría efímera y callada, como todas las alegrías, agregué. No, yo he conocido tipos que sólo tienen alegrías para restregárselas en la cara a los demás. Pasamos por enfrente y sin detenernos. Un par de perros peleaban por un hueso dos casas más allá. Los callados y efímeros fuimos nosotros. 

Las distancias marcaron nuestra relación: vivimos siempre lejos uno del otro. Descubrimos que, en la Medio Superior, podíamos faltar a clases sin ninguna consecuencia. Usamos esas mañanas para juntarnos y planear la conquista del mundo. Nos topamos casi al mismo tiempo con el amor y pospusimos la revolución. Fracasamos en todo. Nos salvamos el uno al otro. Él se fue para allá y yo me quedé. Sabíamos que algo se terminaba el día que nos despedimos. No sólo él de mi y yo de él: los dos del mundo. El exilio no sólo era físico. Nos mandábamos e-mails al principio y después sólo mensajes cada fecha importante. Cada uno empezó a vivir su vida. Desacostumbrados, anduvimos vagando, buscando siempre a alguien para imitar al ausente. Error tras error. Nos descubrimos insustituibles. No supimos como seguir adelante. Creo que todavía no lo hemos logrado. No sé si algún día lo haremos. 

¿A qué viniste? A convencerte. ¿Por qué tanta fe? No vengo con esperanza. Creo que fue una excusa para vernos otra vez, aunque sea así. ¿Vas a regresar? No, por eso vine por ti. Está bien que no vuelvas. Tú me lo pediste en su momento. Es que esta ciudad no te merece. 

Último atardecer en la tierra. Aeropuertos. Lluvia, para variar. Acá llueve siempre y cuando yo me fui no llovía nunca. Claro, porque te fuiste en octubre, bobo. No, no. No recuerdo lluvias así, tan persistentes. Silencio.

—¿Qué sigue?
—Solo queda despedirnos. 
—Vámonos. 
—Ya habrá tiempo para eso.
—No, y lo sabes.
—...
—Entonces...
—Nos vemos, J.
—Nos vemos, M. 

"Nos vemos", dijimos instintivamente, ese aferrarse con las uñas a una posibilidad más, a otra tarde juntos, a la ciudad oscura sin soledad, a la noche despierta, al mar de gente sin dolor, a la posibilidad de la alegría. Esa despedida que posterga cuentos con finales abiertos. Tantos años esperando el último abrazo para que ocurriera así, cuando ya somos dos tan diferentes, tan otros. Dos desconocidos que se acercan a los ritos del pasado para evocar dioses que no existen en pos de un poco de resguardo de esta urbe que confirma a diario que perdimos algo más que la sonrisa. Dos jugadores retirados intentando revivir las glorias pasadas. Dos personas escogidas al azar para decirse adiós sin saber por qué. Dos hermanos que fueron separados y sólo quieren recordar los días buenos. Dos soldados retirados que viven como pueden y duermen mal. Dos piratas que se encontraron en un puerto y contaron esa historia en todos los puertos restantes. Dos estudiantes que compartían sus libros y sus cigarros. Dos parias. Dos extranjeros en el país que los vio nacer. Dos muchachos que se mueren de frío. Dos poetas que nunca escribieron un sólo verso. Dos detectives que tuvieron miedo de salir a la calle de noche. Dos tormentas bajo una tormenta mayor, la tormenta de la ciudad. El diluvio que sirve de música de fondo para decir hasta pronto, aunque sea mentira. Aunque sepan que no. Aunque disimulen las lágrimas. Aunque oculten la sombra de sus últimas palabras. Dos cuerpos que se despiden como la primera vez, todavía nerviosos, todavía emocionados. Todavía exitados por el riesgo de querer al otro más que a uno mismo.

—¿Tú crees que cuando seamos mayores de edad nos podamos ir a vivir juntos?
—Tus papás no van a querer. 
—Menos los tuyos. 
—¿Sabes qué estaría mejor?
—¿Qué?
—Que pudiéramos estar aquí sentados mucho tiempo más.
—¿Toda la tarde, quieres decir?
—Todo el tiempo que sea necesario.

domingo, 15 de junio de 2014

Día del Padre

Soñé que viajaba al pasado y me encontraba con mi padre cuando él tenía mi edad —21 años.

Estaba hojeando libros en una librería de viejo en Donceles. Hacía un día soleado y yo era apenas un observador ajeno a esa realidad. Mi padre se compró varios libros, pero no le alcanzó para un último; a él —al muchacho que estudiaba en la Superior de Física y Matemáticas a pesar de las quejas de mis abuelos— no le alcanzaba para comprar un libro más. Costaba 10 ó 20 pesos (con los famosos tres ceros de más) y él no podía pagarlos.

Antes de que otra cosa sucediera, desperté, con los ojos húmedos. Estaba llorando.

Tengo ganas de regresar, algún día —alguna noche— a ese sueño y decirle a mi padre que resista: que faltarán pocos días para que conozca a mi madre y que después no le hará falta dinero para comprarse ese libro y otros libros, muchos más. Que un día toda esa biblioteca pasará a manos de su hijo y que, cuando vea en una estantería el mismo libro que no pudo comprar, esta vez se lo lleve en edición especial.

Pero no hace falta. Mi padre lo hizo. Y aquí estamos, comentando un sábado a la hora de la cena los libros que hemos leído últimamente.

jueves, 12 de junio de 2014

Mensaje de Texto

Ven. Hoy empezó el Mundial y seguro te enojaste con los brasileros y tiraste todo a la mierda. Cuatro años para esto. 

Mañana juegan los finalistas de Sudáfrica, México y Chile. No hay nadie en casa. Podemos comer helado y ponerle whisky, podemos reírnos de lo que dicen en twitter, me puedes besar cuando quieras y cuando quieras podemos dejar de ver los partidos. 

Ven. Hace calor pero podemos tirarnos baldes de agua encima, en el patio, mientras oímos en la radio que Vidal será titular. Puedes abrazarme y agarrarme como se agarran los jugadores cuando festejan un gol con los compañeros. Puedes gritar todos los goles conmigo. 

No hace falta decir que te puedes quedar lo que resta del mes. Que aquí hay suficiente espacio y aunque no hubiera, igual cabemos —lo hemos constatado— en una cama individual.

Puedes agarrarme por detrás como hacen los suplentes de los equipos que llegan a la serie de penales. Puedes recargar tu cabeza en mi hombro —en mi pecho— cuando tu equipo falle o cuando el referí te arruine el día. Puedes agarrarme la cadera durante los minutos finales, porque así calmas tu nerviosismo. Puedes poner los pretextos que quieras y, también, puedes hacerlo sin pretextos. 

En fin, que aquí en casa, aunque se acabe el Mundial, aunque pierdas siempre, aunque no tengas gana de volver a ver fútbol por lo menos hasta el siguiente fin de semana, puedes venir y puedes estar conmigo. 

domingo, 8 de junio de 2014

Últimos días

Aquí estamos, leyendo poemas de Frank O'Hara hasta que a J. A. se le ocurra ponerse triste por el basketball, porque se sabe que somos dos sentimentales de los deportes. Aquí estamos, jugueteando con nuestros pies, revolviendo las sábanas y las almohadas. Él dice que habría que comprar más helado. Propongo salir a dar una última caminata por las calles poblanas antes de irnos.

No hay helado en las tres tiendas de abarrotes más cercanas. No queremos ir al Oxxo. Nos detenemos a comprar un elote en una esquina y J. A. decide que hay que sentarnos en el kiosco de la plaza. Los minutos que pasamos observando a los chiquitos jugar fútbol y a las palomas merodear aburridas nos llenaron de una nostalgia rara: estábamos despidiéndonos de un sitio al que sólo habíamos llegado para no salir de un cuarto de hotel salvo para buscar helado y cenar en aquel tianguis nocturno —y exclusivamente veraniego, nos dijeron— donde la gente parecía feliz a pesar de los tiempos que corren.

Va a llover, digo. Nah, responde. Nos vamos.

Regresamos al hotel y J. A. puso la repetición de la segunda final de la NBA. Qué nece(si)dad. Quería comprobar que era cierto: que se había acabado nuestro paréntesis vacacional en aquella ciudad que no se molestaba en preguntar qué hacíamos ahí. Esa obligación de volver —molestos flashazos— a la realidad de la Ciudad Oscura, aunque sea de a poco.

Qué mejor cierre que vengas a la cama, dije. Qué mejor que esperés un cuarto más, responde sin quitar la vista de la televisión. Déjame cuidarte, le digo. Déjame demostrarte que se pueden disfrutar igual los días en que se pierden finales importantes. Ok, responde. Pero dejá que acabe este cuarto.

El partido acabo y yo acabé de leer los poemas de O'Hara. Venís, pregunté susurrando, imitándolo, esperando un regaño. Perá, me dice, estoy tratando de que me extrañes, para que cuando regresemos al Déefe no se te olvide.

Y empieza a llover, irremediablemente.

viernes, 6 de junio de 2014

Entenderás un día

J.:

Te escribo con la esperanza de que ya no me leas. Con la inútil pero valiosa ilusión de que allá donde estás no necesites —ni siquiera recuerdes— los días en Ciudad de México, los paseos por calles empedradas, las noches de absoluto silencio. 

Quiero creer que ya no me necesitas, aunque suene dramático y pretencioso. Quiero creer las historias que se oyen en los círculos privados de tus viejas amistades. Quiero soñar contigo y que nos demos un abrazo y sonriamos, que vayamos a comer a algún lugar tranquilo y callado, que pasemos una tarde entera en Casa Nico contando aquellas anécdotas que inventamos y que todos tomaron por ciertas. 
Pero sólo en sueños. Como aquella vez que, después de Buenos Aires, volvimos solamente para decirnos adiós. 

Quiero que no vuelvas, J.
Que tu vida no sea la melancólica ilusión de un futuro con tintes de pasado glorioso. Que tus nuevos amigos sean valientes y generosos, como nosotros no supimos serlo.

Quiero que te acuerdes de mí, pero de pasada, como quien recuerda una frase relámpago en medio de una conversación cualquiera. Quiero que sonrías mínimamente y sigas con lo tuyo. 

Quiero que, por fin, nuestros aeropuertos dejen de buscarse los labios para despedirse indefinidamente. 

Quiero que, si alguna cósmica casualidad llega a combinar nuestras historias y nos volvamos a encontrar, me saludes como los días de segundo de secundaria: una palmada discreta acompañada de un asentimiento menor. Bastará para que el torrente de recuerdos iluminen mi vida para siempre, ya sin remedio. 

En fin, que te quiero, J. 

Y que eso baste para los días que faltan. 


Con cariño, M. 


PD: Tengo grabados los últimos versos de aquel poema de R. que leíste una vez en Parque México. No sé si es la madrugada o si soy yo.
Debe ser, quizás, esta llovizna monótona y tristona. 

«¿Qué somos?, me preguntaste una semana o un año después,

¿hormigas, abejas, cifras equivocadas

en la gran sopa podrida del azar?

Somos seres humanos, hijo mío, casi pájaros,

héroes públicos y secretos.»

martes, 13 de mayo de 2014

Todavía la música

Alex era el aspirante a rock star del grupo. Se dejó crecer el pelo hasta los hombros —hermoso ondulado castaño— y usaba playeras sin mangas. Era flaco y portaba lentes negros de un glamour venido a menos. Tenía un destartalado Renault 12 que le había dejado el abuelo y pocas veces lo vi sobrio. En suma: era un habitante de las carreteras y los clubs sórdidos de la madrugada mexicana, pero sobre todo, era un genio. Sus canciones —la decadencia, el abandono, sus novias— conformaban el soundtrack de nuestras tardes, cuando el sol se dejaba ir y todo importaba poco.

Nadie sabe en dónde ni cómo escribió la letra de sus canciones, si es que llegó a hacerlo. Nunca lo vi con nada parecido a una pluma o una hoja. No tenía celular y en la mochila —sucia, desgastada, descolorida y rota— sólo llevaba una o dos camisetas, una pasta de dientes y tabaco. 

Conocí a sus padres cuando, desencajados, lo encontraron demasiado drogado como para entablar una conversación más o menos lógica. Por alguna razón —me consuelo pensando que se acordaba de mí, a pesar de todo— entre sus cosas llevaba un papel con mi nombre y mi número de teléfono. Lo había apuntado yo, aquella vez que nos cruzamos en una transitada calle del Centro Histórico. Para lo que sea, le dije, casi suplicando que no tirara el papel cuando nos despidiéramos. Los señores Villegas me llamaron y tuve que explicar con mucha paciencia que tenía más de 5 años sin verlo y que lo único que conocía de Alex eran las leyendas que se contaban en la Nacional Preparatoria. Que el grupo de amigos de entonces ya no existía y que nuestro encuentro fue una casualidad. 

La rehabilitación —extensa, cansada, dolorosa— me permitió conocer, por fin, al Alex más íntimo. Sus sombras, su soledad, su genialidad. Las historias, en su condición de mito, exageraban, pero sin duda tenían una razón para existir. Después, cuando parecía que el chubasco había pasado, volvió a desaparecer. 

Hace 20 días, Alex se fue a caminar, como siempre, y no volvió. Nadie sabía a qué sendero de la provincia mexicana había ido a dar, hasta ayer, cuando su madre me avisó que lo habían encontrado en una pequeña población de Tabasco. Sobredosis. 

Me gustaría decir que lo he visto, de reojo, en algún bar o en República del Salvador, paseando, curioso, registrando todo con sus ojos oscuros y derrotados. Me gustaría gritar que Elvis está vivo. Que me lo dijo un amigo, cuando el sol empezaba a caer. 

Una vez, en un sueño, lo oí, cantando una de esas canciones largas, tristes, lentas, con la gloriosa compañía de su guitarra. Recuerdo que estábamos en una plaza y la gente lo escuchaba. Algunos le tiraban una moneda. Otros aplaudían desganados cuando terminaba. Yo le dejaba un pedazo de papel con mi nombre y mi teléfono, por si algún día le daba por descansar de tanta locura.

Cuando desperté, y recordé esa sonrisa entre coqueta y burlona, me dio por llorar.

jueves, 24 de abril de 2014

La foto

Hace algunos años, tomando un curso de fotografía analógica con compañeros de la preparatoria, organizamos una excursión para hacer una de nuestras últimas prácticas. Nadie se quebró la cabeza y escogieron Tepoztlán. Fuimos un domingo.

En la clase había alguien que me gustaba. Desde el primer día nos hablamos y nos convertimos en compañeros cercanos. En el laboratorio trabajábamos en la misma mesa y, juntos, compramos los químicos necesarios para el revelado. A veces, cuando tocaba la clase teórica del mes, no entrábamos y nos íbamos a desayunar al Toks que estaba a una cuadra de la escuela. Uno de esos días, fuimos al Centro Histórico a buscar rollos para las cámaras y nos pasamos toda la tarde en las librerías de viejo de Donceles. Compramos algunos libros y nos dimos nuestro primer beso. Comimos en un McDonald´s (todavía no sé por qué) y hasta nos dio tiempo de pasear por Madero.

El día del viaje amaneció frío y nublado. En el autobús nos sentamos juntos y durante el trayecto fuimos escuchando esto, mientras yo le hacía preguntas porque tenía examen de economía al día siguiente. Llegamos todos juntos pero, ya en el pueblo, cada grupito tomó caminos diferentes. Nos veríamos a las cinco de la tarde para regresar al DF. 

Las clases eran los miércoles de 7:00 a 11:00 con un receso de quince minutos. A la salida, solíamos ir a comer a algún lugar barato en las cercanías y después pasábamos la tarde en un bar discreto y tranquilo, hasta que se hacía tarde. Pláticas, debates, partidos de fútbol, risas. Eran los días en que nos sobraba el tiempo.

Subimos el tepozteco y nos cruzamos con unos turistas italianos que no daban más. Empezó a llover justo cuando llegamos a la cima y se mojaron hasta nuestras carteras, pero las cámaras se salvaron de milagro. Bajamos prácticamente resbalando por las piedras, nos ensuciamos de lodo, y nos volvimos a besar. Comimos quesadillas de calabaza y paseamos por el lugar. Entramos a la iglesia y nos perdimos en el mercado. Vimos a España golear a Italia en la final de la Eurocopa y brindamos con unos estadounidenses que no entendían lo que pasaba. Comimos el mejor helado de fresa y los peores esquites. Nuestra ropa ya no estaba mojada pero el cielo amenazaba constantemente con una lluvia apenas perceptible. 

Cuando el cielo se despejó un poco, unos muchachos empezaron a tocar sus tambores y unas chicas muy guapas empezaron a bailar en el kiosco central. Nos fuimos a sentar a unas bancas que ya se habían secado. En ese momento le tomé una foto, sin que se diera cuenta. Iba a ser la única que no tiraría a la basura con el correr de los meses. Traía un gorro horrible y el blanco y negro le da una sensación de nostalgia a su expresión. 

El tráfico de regreso nos desquició a todos. Para alivianar el ambiente, cantamos canciones de José Alfredo y del Buki. Nos agarramos de la mano. Sonreímos y seguimos cantando. Él bajó primero y yo fui uno de los últimos. Llegué muy tarde a mi casa. 

Aquel domingo fue el último día que nos vimos. Ni mis amigos ni yo volvimos al taller. Nunca volví a saber de él. Nunca nos buscamos. Hasta que, el viernes pasado, nos encontramos en el cumpleaños de un amigo en común. Y entonces me acordé y le dije que le había tomado una foto aquel día. Qué tal salí, me preguntó, y yo le dije que muy distraído, como siempre. Después no nos volvimos a cruzar y salí de aquella fiesta con los recuerdos llenándome los ojos. Sentía caer sobre mis hombros la lluvia de aquel día. Me senté en las bancas del Metrobús y J. preguntó qué me pasaba. No lo sabía. No lo sé, todavía.

Debe ser la impresión de encontrarte de frente con un fragmento vivo de tu pasado inmediato. Deben ser las cuentas pendientes. Debe ser la felicidad que puede causar un domingo de día nublado. Debe ser que, después de todo, no pude recordar su nombre. 

Su foto es el único recuerdo que tengo de aquellos meses tardíos de 2012.

domingo, 6 de abril de 2014

Que te vaya bien

–It was nice knowing you.
Empiezas por el final, porque es mejor el último punto que el primer nombre (J.) y entonces no hay que explicar mucho, porque el final, cuando es final, no se anuncia: se siente. En las sábanas, por ejemplo. En el cuarto, antes cálido y ahora solo sofocante.

El segundo nombre aparecerá en tus sueños (A.) porque es la primer letra del abecedario y él es tu primera vez. Hacen lo que hacen todos. Salir al cine, por ejemplo. Tomarse de la mano. Despeinarlo y que se enoje. Decir para siempre a cada rato. Cuidarlo de lejos cuando haga falta y decirle la verdad aunque duela. Aprendiste (¿en serio?) que hay algunas cosas que no se prometen. Otras tantas, sabes, lo entiendes, se dicen en silencio.

¿Qué se hace cuando la gloria dura apenas dos o tres meses? La gloria de quién, porque descubriste –tarde, siempre tarde– que él no era él. Que era otro. Después. Para siempre, ahora sí, sin necesidad de una garantía. Cuando te das cuenta no es felicidad. Cuando el compromiso tiene nombre burocrático, se sustituye el amor por la necesidad de no estar solos.

–No fue por amor, fue por soledad.
Te cantaba seguido esa canción de Calamaro, forzando el recuerdo: tú se la cantabas a la Yayi cuando Madrid era viable, y supiste que era verdad: que preferían estar juntos aunque doliera. Que sacrificaron, en nombre del cariño y de la amistad, lo último que les quedaba: las mentiras.

El recuento está hecho: se conocieron jóvenes, se quisieron (sí) un rato y lo que vino es mejor guardarlo para el juicio final. Cuando quisieron probarse el traje, algunos años después, ustedes ya eran aquello contra lo que juraron pelear. Las mentiras de antes no bastaron: le pidieron a los dioses la redención. Grave error, porque, como se sabe, los dioses no existen.

–Ojalá me hubieras escogido a mí.
En los minutos de desconcierto, cuando el adiós inminente y la Ciudad Oscura anunciaban destrucción y barbarie, fueron débiles. Se comprobaron humanos. Se sintieron tan mortales que confesaron sus miedos. Él quería que tú lo hubieras escogido y tú maldecías la hora en que te fuiste a cruzar con un para de ojos azules. Se negaron a sí mismos. Desconocieron sus convicciones. Fallaron. No hay vuelta atrás: ahora son, además de náufragos, patéticos.

"¿Cuándo, Zavalita, cuándo se jodió todo?" Fue el día que, juntos y abrazados, agazapados en una cama en el límite de la capital, confiaron sus vidas a la batalla contra el destino. Pero el destino no estaba interesado en ustedes y la guerra fue estéril. Agotados, peleando contra la nada y el viento, armados hasta los dientes, se volvieron el uno contra el otro. No hubo sobrevivientes.

Los últimos días, soleados, calurosos, fueron premonitorios. Cansados de la travesía, frágiles, extenuados, decidieron dejarlo. Segundas partes nunca fueron buenas. Todo tiempo pasado fue mejor. Siempre mintiéndose, hasta el final. Siempre solos, aunque juntos, solos. Siempre la incertidumbre. Las despedidas son mejores cuando solamente ocurren. Inadvertidas. Concluyentes.

–Voy a soñar contigo. Hoy, mañana. Cuando haga falta. Cuando me sienta solo. Cuando te vayas.

No se dan cuenta, pero ya no son necesarios los engaños. Ya se vieron por última vez.

–It was nice knowing you, too.

miércoles, 2 de abril de 2014

Aniversarios

Este blog cumple 6 años –con remodelaciones totales y muchos más borradores que posts– y 6,000 visitas –no sé lo que eso signifique– casi al mismo tiempo.

Nunca pensé que duraría tanto tiempo aquí y, a pesar de mis cada vez más reducidas apariciones, me siento bastante conforme con los resultados: mis amigos y yo hemos encontrado nuevos canales de comunicación y mi aprendizaje sobre el idioma, la escritura y la creación ha cambiado totalmente. Creo que, en ese sentido, he madurado considerablemente.

Cuando empecé, con 15 años y sin esperanzas de nada, imaginé que lo dejaría pronto, que sería uno de esos proyectos en los que nos aventuramos los que no tenemos nada que perder. Como tal, supuse que, pasada la fiebre de lo nuevo, las expectativas se toparían con la realidad y regresaría a mi vida, mucho menos interesante en ese entonces –y aún ahora– en menos de un mes.

Todos mis amigos quisieron ser parte del proyecto, pero al final, entre despedidas y obligaciones escolares, sólo Juanma y yo nos animamos a abrir un blog. Este blog. Pero a Juanma se lo llevaron a la Ciudad de los Vientos y me quedé con todo recién armado y ninguna idea de qué hacer con él. Entonces el cielo me iluminó: ¿cómo se comunican los amigos que están lejos? ¿cómo se cuentan cosas, anécdotas, dolores, derrotas, dudas? ¿cómo hacerlo sin tener que ir uno por uno? Así, en un blog. Un post donde contaba mis días –un tanto lentos, un tanto grises– y mis amigos comentaban abajo los suyos y se armaba la conversación de café.

Hasta que llegó el día en que, agobiados por la distancia, fuimos dejándolo, cada vez menos entradas publicadas, cada vez más vida real que añoranza de un pasado común. Entonces ya éramos otros –amigos, pero, ¿cómo decirlo?– y fuimos cambiando, como suele pasar. El blog, entonces, sufrió el primer cambio: ya no servía para la plática local y cerrada, sino para mis historias, para que cualquiera que se encontrara, de casualidad, con el blog, pudiera entender de qué iba la cosa.

Cuando Juanma volvió durante algunos meses, y vivimos los días más intensos de nuestras vidas, el blog volvió a transformarse: se convirtió en un diario-anecdotario de nuestras "aventuras" y volvió a tener un tono muy personal, a veces ilegible, pero puntual. Salía casi una nota a diario. Era un ejercicio de soberbia: dos amigos escriben sobre ellos mismos para lectores que, usualmente, eran amigos cercanos.

Pero todo acaba. Y el final, como se sabe, es el inicio de otra cosa. El blog, borrón y cuenta nueva, volvió a reestructurarse: decidí por fin que quería escribir para vivir, que quería ser periodista. Y así nació esta etapa. La última –hasta ahora–, que no tiene fecha de caducidad.


El nombre: Siempre me gustó que la lluvia fuera un pretexto para abrir un libro –casi cualquier situación sirve como pretexto para abrir un libro– y considero que mis textos son, sobre todo, apuntes.


La primera nota, apurada y tonta, como casi todas las primeras veces, salió un 2 de abril de 2008. Escrita a cuatro manos.

La entrada más visitada: una desaparecida, donde se cuenta cómo conocí a Leiva. Fue en Ámsterdam, una mañana vibrante e inolvidable. Algún día habrá que volverla a publicar.

De las más visitadas que sigan en el blog: Rulos.

La más aplaudida (?): Aquella legendaria entrada que recordarán los fieles (?) al blog. El titulo lo dice todo: Muchacho de Ojos Lindos. Ya habrá tiempo para hacerles justicia a esos textos. O no.

En fin, que gracias por estar.

martes, 11 de marzo de 2014

Breve enumeración de los días anteriores

1.-La única victoria posible es la ajena. El ellos como primera persona. 2.-¿Por qué todo nos pasaba los jueves? Qué malévolo azar, qué puta casualidad, qué endiablada coincidencia. Qué patéticos nuestros intentos por descifrar lo inútil. 3.-Aprendimos a compartir: los hijos únicos del grupo encontraron, 17 años después, a sus hermanos. Los experimentados se reían de la inocencia de los sobreprotegidos. 4.-La biblioteca, no sólo por los libros: el espacio para fundar una nueva corriente que cambiara las expectativas. Lugar de reunión, cuchicheo, intercambio de libros robados, debates entre carcajadas, clases perdidas, besos y risitas detrás de los estantes del fondo y si te da tiempo, regresar a casa a bañarte y a descansar de la gloria un rato. 5.-No sé cómo decir que el olor a tierra mojada activaba los sentidos y eclosionaba al grupo: las posibilidades de repente eran certezas y los paseos sobre calles encharcadas y vacías se convertían en el mejor momento de la semana. 6.-Cuál semana si apenas estuvimos juntos dos o tres días. Es decir: tú y yo. Relatividad al palo. 7.-Nuestras lecturas revolucionarias eran Vargas Llosa y Cortázar. Nuestros himnos nacionales eran los de MGMT y el rock argentino. El fútbol era nuestro descanso. Un impasse antes de la catástrofe. 8.-Advertencia: riesgo evidente. Huracán. Desaloje las avenidas. No salga de casa. No se atreva a coquetear con el destino. 9.-Choque de trenes: primero entre los amigos que no se supieron aceptar y luego las malas decisiones. Tanta soberbia y tanta fragilidad. Tanto amor y tanto desengaño. 10.-Bienvenido al exilio. En silencio y sin rechistar. Solo. 11.-¿Qué será de él? 12.-El naufragio y la sobrevida: fantasmas torpes que andan sin interés, rumiando los viejos paisajes de la felicidad. 13.-Eterno retorno a la ciudad idealizada. El hubiera como justificación del tiempo perdido. 14.-Antes de que se fuera, te dijo: «ya vivimos nuestros mejores días." 15.-Tenía razón. 

miércoles, 8 de enero de 2014

Fernando y yo.

Lo conocí una mañana fría de diciembre, con un sol anecdótico, en la zona de fumadores de una escuela de cuyo nombre no hay que acordarse. Leía a Alberti y temblaba. Fernando, con el pelo largo y las esperanzas cortas, estaba en vísperas de un exilio que se antojaba definitivo y y sin embargo transmitía una tranquilidad que asustaba.

Le gustaban los jeans rotos y las playeras ajustadas. Era rubio y detrás del dorado se escondían dos ojos avellana que podían ser fuego: de cariño y de furia; de compasión y de venganza.

Jugaba al fútbol en la liga de la ciudad deportiva y el legendario número 19 dejaba ver sus intenciones: era un goleador implacable y sin embargo el protagonismo le molestaba. Lo que más le dolía –me dijo– era hacer goles que no sirvieran de nada. Goles que adornaran un marcador que nadie recordaría.

La primera vez que platicamos –Biblioteca Central– acabamos muy tarde –temas de política y de fútbol– y la bibliotecaria nos tuvo que apresurar porque el lugar estaba por cerrar. Afuera llovía y decidimos agazaparnos en el bar más cercano. También de ahí nos corrieron.

Con él descubrí a la Generación del 27 –tema capital en la vida de ambos– y los jueves nos juntábamos a la tarde a platicar y comentar los libros de Vargas Llosa, que en aquellos días leíamos por primera vez, totalmente deslumbrados.

Escuchaba The honey trees y soñaba con viajar a lo largo y ancho de América como ellos. En sus últimos días mexicanos, recorrimos el Centro Histórico a pie y sin descanso. Necesitaba llevarse las imágenes, los colores y los sabores. Necesitaba recuerdos que aguantaran por él en el frío canadiense.

El calor de nuestra amistad nos arropó cuando más lo necesitamos y hoy, que Edmonton amanece a -10º, le entrego con devoción mi abrigo y él sus bufandas coloridas, que se traducen en charlas largas y risas tontas imaginando su vuelta a la Ciudad que un día lo negó. Su sonrisa me cura la tristeza y juntos nos curamos la soledad.