sábado, 16 de agosto de 2014

Muchacho con sombrero

De repente te apareciste con un chambergo negro y una chamarra exótica; con la nariz respingada y la elocuente soberbia de los que se saben hermosos. Caminabas leve y la elegancia se te escapaba por todos lados. Los jeans, oscuros y ajustados, esculpían tus piernas, y los mocasines rojos andaban como dos peces bellos en un coral cerca del fin del mundo. Resaltabas sin esfuerzo de entre la multitud.

Me crucé contigo en la fila del baño de hombres y quise darte un abrazo, decirte que habría un tiempo —un universo— en el cual tú y yo podríamos haber hablado más tiempo. Quizás y hasta haber contemplado la lluvia cayendo sobre la ciudad o una película de Al Pacino. Quizás, incluso, un tiempo donde yo hubiera podido haberme acercado un poco más y perderme en tu cara, en las facciones perfectas, en los ojos de quien no pierde nunca. Un tiempo mejor; un tiempo peor.

Lo más cerca que estuve fue aquella primera vez, aquel contacto inútil y esforzado de cruzarme en tu mirada. Breve, estúpidamente, pensando que te detendrías en mí. Que algo cambiaría entonces en el curso de los acontecimientos, que por fin serías frágil. Esperanzas bobas. Expectativas frustradas. 

Y entonces te fuiste, así como habías llegado, mientras pensaba que no habría próxima vez entre nosotros: que todas estas fugaces y horrendas experiencias me torturarían silenciosamente. Que tú —muchacho con sombrero— serás uno más —uno menos— en este infierno de haberse entregado a la imposible idea de querer a alguien para siempre.

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