jueves, 24 de abril de 2014

La foto

Hace algunos años, tomando un curso de fotografía analógica con compañeros de la preparatoria, organizamos una excursión para hacer una de nuestras últimas prácticas. Nadie se quebró la cabeza y escogieron Tepoztlán. Fuimos un domingo.

En la clase había alguien que me gustaba. Desde el primer día nos hablamos y nos convertimos en compañeros cercanos. En el laboratorio trabajábamos en la misma mesa y, juntos, compramos los químicos necesarios para el revelado. A veces, cuando tocaba la clase teórica del mes, no entrábamos y nos íbamos a desayunar al Toks que estaba a una cuadra de la escuela. Uno de esos días, fuimos al Centro Histórico a buscar rollos para las cámaras y nos pasamos toda la tarde en las librerías de viejo de Donceles. Compramos algunos libros y nos dimos nuestro primer beso. Comimos en un McDonald´s (todavía no sé por qué) y hasta nos dio tiempo de pasear por Madero.

El día del viaje amaneció frío y nublado. En el autobús nos sentamos juntos y durante el trayecto fuimos escuchando esto, mientras yo le hacía preguntas porque tenía examen de economía al día siguiente. Llegamos todos juntos pero, ya en el pueblo, cada grupito tomó caminos diferentes. Nos veríamos a las cinco de la tarde para regresar al DF. 

Las clases eran los miércoles de 7:00 a 11:00 con un receso de quince minutos. A la salida, solíamos ir a comer a algún lugar barato en las cercanías y después pasábamos la tarde en un bar discreto y tranquilo, hasta que se hacía tarde. Pláticas, debates, partidos de fútbol, risas. Eran los días en que nos sobraba el tiempo.

Subimos el tepozteco y nos cruzamos con unos turistas italianos que no daban más. Empezó a llover justo cuando llegamos a la cima y se mojaron hasta nuestras carteras, pero las cámaras se salvaron de milagro. Bajamos prácticamente resbalando por las piedras, nos ensuciamos de lodo, y nos volvimos a besar. Comimos quesadillas de calabaza y paseamos por el lugar. Entramos a la iglesia y nos perdimos en el mercado. Vimos a España golear a Italia en la final de la Eurocopa y brindamos con unos estadounidenses que no entendían lo que pasaba. Comimos el mejor helado de fresa y los peores esquites. Nuestra ropa ya no estaba mojada pero el cielo amenazaba constantemente con una lluvia apenas perceptible. 

Cuando el cielo se despejó un poco, unos muchachos empezaron a tocar sus tambores y unas chicas muy guapas empezaron a bailar en el kiosco central. Nos fuimos a sentar a unas bancas que ya se habían secado. En ese momento le tomé una foto, sin que se diera cuenta. Iba a ser la única que no tiraría a la basura con el correr de los meses. Traía un gorro horrible y el blanco y negro le da una sensación de nostalgia a su expresión. 

El tráfico de regreso nos desquició a todos. Para alivianar el ambiente, cantamos canciones de José Alfredo y del Buki. Nos agarramos de la mano. Sonreímos y seguimos cantando. Él bajó primero y yo fui uno de los últimos. Llegué muy tarde a mi casa. 

Aquel domingo fue el último día que nos vimos. Ni mis amigos ni yo volvimos al taller. Nunca volví a saber de él. Nunca nos buscamos. Hasta que, el viernes pasado, nos encontramos en el cumpleaños de un amigo en común. Y entonces me acordé y le dije que le había tomado una foto aquel día. Qué tal salí, me preguntó, y yo le dije que muy distraído, como siempre. Después no nos volvimos a cruzar y salí de aquella fiesta con los recuerdos llenándome los ojos. Sentía caer sobre mis hombros la lluvia de aquel día. Me senté en las bancas del Metrobús y J. preguntó qué me pasaba. No lo sabía. No lo sé, todavía.

Debe ser la impresión de encontrarte de frente con un fragmento vivo de tu pasado inmediato. Deben ser las cuentas pendientes. Debe ser la felicidad que puede causar un domingo de día nublado. Debe ser que, después de todo, no pude recordar su nombre. 

Su foto es el único recuerdo que tengo de aquellos meses tardíos de 2012.

No hay comentarios:

Publicar un comentario