viernes, 27 de junio de 2014

Series Finale

Para Juan Manuel.

Lo primero que me dijo después del abrazo y las sonrisas —esos territorios conocidos y familiares, esa tranquilidad de sus palmas en mi espalda— tiene que ver con lo que somos, o por lo menos con lo que quisimos ser. «La última vez que nos vimos —siempre un plural cariñoso— el Subcomandante Marcos todavía existía.»

Qué viejos estamos. Pasaron casi 4 años. Tenemos 21, pero nuestras miradas han cambiado: el fulgor de los elegidos se ha perdido para siempre. La alegría revolucionaria se nos fue al carajo. En cambio, su barba y los lentes —curiosa novedad— le regalan muchos suspiros en la terminal dos del Benito Juárez Aeropuerto Internacional. Estás más gordo, me dice al oído. Te dije que siguieras jugando al fútbol. 

Al principio nos odiábamos. Me calentaba su elegante pendantería. Se robó mi postre en el receso y se lo regaló a la muchacha que se sentaba detrás mío. Respondí furioso: me hice amigo de su novia y les quitaba tiempo de calidad en los descansos. Un día la profesora Vanessa nos puso a trabajar en equipo y no nos soltamos nunca más. En una escuela sin mayores retos que sacar buenas calificaciones, nuestra amistad nos mejoraba: luchábamos para ser mejores. Pero no bastaba: siempre nos atrajo más la belleza que el triunfo.

Más sonrisas cómplices. Viejas sensaciones que se despiertan un tanto desorientadas, como aquellos pacientes en coma que, 32 años después, entre bostezos, se asombran de la precisión de la tecnología que no conocen. No sabíamos —no estábamos conscientes— del ritmo interior de nuestros movimientos. De la perfecta coordinación de los gestos. Conexiones embrujadas, como dos delanteros —Torres y Villa, imagino— que, de tantos años tirando paredes, envían pases a lugares inverosímiles pero correctos. 

Comimos en un McDonalds mientras recordamos aquellas tardes desordenadas en que discutíamos durante horas sobre cualquier cosa: la falda de Rocío, la Juventus de Lippi, el desafuero de López Obrador. Acá sabe menos mal que allá, dice, observando con escrutinio exagerado su hamburguesa. 

Mientras recorríamos en auto las calles mojadas y sucias de la Ciudad Oscura, J. no despegó la nariz del cristal. La ciudad me ningunea, dijo. Es la decadencia, respondí. Qué desconocido encuentro todo, concluyó abatido. Ya era un extranjero más. 

Vámonos, insistía cada vez que terminaba una canción. Semáforo rojo. La peleamos allá y te conseguimos un lugarcito en el Chicago Sun o uno de esos. Te quedas en mi departamento, como pensamos de chicos, y los sábados nos juntamos a ver los partidos de fútbol del equipo que armaron los hijos de inmigrantes. Te va a encantar. Semáforo verde. Todavía tengo cosas qué hacer acá. Algún día, quizás. Volteamos a vernos, para verificar nuestras promesas. Teníamos ojos de un ojalá que se extiende hasta el olvido. 

—Quedó bonito el Centro Histórico.
—Es que ahora lo ves con ojos de turista.
—Quizás.
—No. Seguro. 

Nos sentamos un rato en la Alameda mientras el sol se ponía. Hablamos de los amigos, de los otros, de los que ya no se encuentran mientras uno camina por Madero o Juárez, como antes. ¿A dónde fueron a dar? Nos quedan un puñado de recuerdos y un par de fotos perdidas —¿quién se las quedó?—, Casa Nico como el hogar al que todos podemos regresar, aunque sea sólo de pensamiento, y un par de noviazgos fugaces. 

—Una vez vi a Fernando de lejos.
—¿Lo saludaste?
—Me acobardé.
—Le hubieras gritado o algo. 
—Se veía contento. 
—¿Y eso qué?
—Así está mejor.

Nos metimos a las librerías de viejo de Donceles. Hablábamos de autores que habíamos conocido en la ausencia del otro. Nombres de bandas que habían modificado el soundtrack de nuestras vidas. Mujeres —y hombres— con quienes habíamos compartido cama. Derrotas y victorias. Partidos de fútbol, compañeros y amistades nuevas. Las lluvias de allá y de acá. Mencionamos, así como iban saliendo, nombres de excompañeros que habíamos encontrado en facebook o en twitter, desmejorados en sus aspiraciones. Tal como nosotros, un poco más dignos ellos, decíamos, con un poco de amargura. Nos comimos un helado y no sentamos en las escaleras de la Asamblea Legislativa. Empezaba a soplar el aire. 

—¿Tú crees que aguantemos otros cuatro años, de aquí al Mundial de Rusia? Yo creo que no. 
—Yo creo que bajo ninguna condición aguantaremos cuatro años de cualquier cosa.
—Sí, puede ser. 
—Ya no estamos para hacer planes a largo plazo.
—Nunca estuvimos para eso, igual.

El Zócalo de noche. Ahora sí me siento turista. Nunca había estado aquí de noche. Cómo no, inútil, cuando venimos a protestar contra la guerra de Calderón. Ah, sí, pero esa no vale. ¿Excuse me? No vale porque aquella vez no venimos al Zócalo a estar. Vinimos a protestar, a llorar, a decirles a los compas que no estaban solos. Hoy nada más estamos aquí por estar. Y ahora sí estamos solos. Antes por lo menos nos teníamos el uno al otro. 

—¿Te acuerdas que íbamos a conquistar el mundo?
—Yo iba a conquistarlo y tú ibas a ser mi jefe de gabinete. 
—Se nos cruzó la realidad. 
—Un par de años más, quizás. Uno nunca sabe. Se nos acabó el tiempo muy rápido.

Fuimos a las canchas, abandonadas, en un terreno ahora baldío de una colonia límite del DF. Ahí, de mañana y los sábados, llegó nuestro único título de fútbol juntos. Ya ni el pasto crece, apuntó. Así es esto, dije, como intentando llenar el silencio de aquellas porterías oxidadas y sin redes, sin fondo. Nos quedamos otro rato más, en silencio. Nos recargamos sobre un poste. Empezamos a recordar anécdotas. Nos agarró la mañana entre el frío y la melancolía. 

—No he vuelto a hacer un gol de tiro libre desde que dejé esta cancha. 
—No me jodas. 
—Debe ser la poética del fútbol. 
—Debe ser que allá hacen los arcos más chicos. 

Un día decidimos fundar un club. Nuestro primer manifiesto lo escribimos en el segundo piso de la cafetería de la secundaria. El segundo, en las bancas del Parque Hundido. El tercero, el último, afuera del Plan Sexenal. Ningún texto de aquella época sobrevivió. Mejor así. 

Valle de Senegal número 35, mejor conocida como Casa Nico. Sede del Club de los Conductores Suicidas. Vaya nombre. Casi ni recordábamos la fachada. La historia se sucedió en el interior, como todo en nuestras vidas, dijo. Una alegría efímera y callada, como todas las alegrías, agregué. No, yo he conocido tipos que sólo tienen alegrías para restregárselas en la cara a los demás. Pasamos por enfrente y sin detenernos. Un par de perros peleaban por un hueso dos casas más allá. Los callados y efímeros fuimos nosotros. 

Las distancias marcaron nuestra relación: vivimos siempre lejos uno del otro. Descubrimos que, en la Medio Superior, podíamos faltar a clases sin ninguna consecuencia. Usamos esas mañanas para juntarnos y planear la conquista del mundo. Nos topamos casi al mismo tiempo con el amor y pospusimos la revolución. Fracasamos en todo. Nos salvamos el uno al otro. Él se fue para allá y yo me quedé. Sabíamos que algo se terminaba el día que nos despedimos. No sólo él de mi y yo de él: los dos del mundo. El exilio no sólo era físico. Nos mandábamos e-mails al principio y después sólo mensajes cada fecha importante. Cada uno empezó a vivir su vida. Desacostumbrados, anduvimos vagando, buscando siempre a alguien para imitar al ausente. Error tras error. Nos descubrimos insustituibles. No supimos como seguir adelante. Creo que todavía no lo hemos logrado. No sé si algún día lo haremos. 

¿A qué viniste? A convencerte. ¿Por qué tanta fe? No vengo con esperanza. Creo que fue una excusa para vernos otra vez, aunque sea así. ¿Vas a regresar? No, por eso vine por ti. Está bien que no vuelvas. Tú me lo pediste en su momento. Es que esta ciudad no te merece. 

Último atardecer en la tierra. Aeropuertos. Lluvia, para variar. Acá llueve siempre y cuando yo me fui no llovía nunca. Claro, porque te fuiste en octubre, bobo. No, no. No recuerdo lluvias así, tan persistentes. Silencio.

—¿Qué sigue?
—Solo queda despedirnos. 
—Vámonos. 
—Ya habrá tiempo para eso.
—No, y lo sabes.
—...
—Entonces...
—Nos vemos, J.
—Nos vemos, M. 

"Nos vemos", dijimos instintivamente, ese aferrarse con las uñas a una posibilidad más, a otra tarde juntos, a la ciudad oscura sin soledad, a la noche despierta, al mar de gente sin dolor, a la posibilidad de la alegría. Esa despedida que posterga cuentos con finales abiertos. Tantos años esperando el último abrazo para que ocurriera así, cuando ya somos dos tan diferentes, tan otros. Dos desconocidos que se acercan a los ritos del pasado para evocar dioses que no existen en pos de un poco de resguardo de esta urbe que confirma a diario que perdimos algo más que la sonrisa. Dos jugadores retirados intentando revivir las glorias pasadas. Dos personas escogidas al azar para decirse adiós sin saber por qué. Dos hermanos que fueron separados y sólo quieren recordar los días buenos. Dos soldados retirados que viven como pueden y duermen mal. Dos piratas que se encontraron en un puerto y contaron esa historia en todos los puertos restantes. Dos estudiantes que compartían sus libros y sus cigarros. Dos parias. Dos extranjeros en el país que los vio nacer. Dos muchachos que se mueren de frío. Dos poetas que nunca escribieron un sólo verso. Dos detectives que tuvieron miedo de salir a la calle de noche. Dos tormentas bajo una tormenta mayor, la tormenta de la ciudad. El diluvio que sirve de música de fondo para decir hasta pronto, aunque sea mentira. Aunque sepan que no. Aunque disimulen las lágrimas. Aunque oculten la sombra de sus últimas palabras. Dos cuerpos que se despiden como la primera vez, todavía nerviosos, todavía emocionados. Todavía exitados por el riesgo de querer al otro más que a uno mismo.

—¿Tú crees que cuando seamos mayores de edad nos podamos ir a vivir juntos?
—Tus papás no van a querer. 
—Menos los tuyos. 
—¿Sabes qué estaría mejor?
—¿Qué?
—Que pudiéramos estar aquí sentados mucho tiempo más.
—¿Toda la tarde, quieres decir?
—Todo el tiempo que sea necesario.

No hay comentarios:

Publicar un comentario