domingo, 8 de junio de 2014

Últimos días

Aquí estamos, leyendo poemas de Frank O'Hara hasta que a J. A. se le ocurra ponerse triste por el basketball, porque se sabe que somos dos sentimentales de los deportes. Aquí estamos, jugueteando con nuestros pies, revolviendo las sábanas y las almohadas. Él dice que habría que comprar más helado. Propongo salir a dar una última caminata por las calles poblanas antes de irnos.

No hay helado en las tres tiendas de abarrotes más cercanas. No queremos ir al Oxxo. Nos detenemos a comprar un elote en una esquina y J. A. decide que hay que sentarnos en el kiosco de la plaza. Los minutos que pasamos observando a los chiquitos jugar fútbol y a las palomas merodear aburridas nos llenaron de una nostalgia rara: estábamos despidiéndonos de un sitio al que sólo habíamos llegado para no salir de un cuarto de hotel salvo para buscar helado y cenar en aquel tianguis nocturno —y exclusivamente veraniego, nos dijeron— donde la gente parecía feliz a pesar de los tiempos que corren.

Va a llover, digo. Nah, responde. Nos vamos.

Regresamos al hotel y J. A. puso la repetición de la segunda final de la NBA. Qué nece(si)dad. Quería comprobar que era cierto: que se había acabado nuestro paréntesis vacacional en aquella ciudad que no se molestaba en preguntar qué hacíamos ahí. Esa obligación de volver —molestos flashazos— a la realidad de la Ciudad Oscura, aunque sea de a poco.

Qué mejor cierre que vengas a la cama, dije. Qué mejor que esperés un cuarto más, responde sin quitar la vista de la televisión. Déjame cuidarte, le digo. Déjame demostrarte que se pueden disfrutar igual los días en que se pierden finales importantes. Ok, responde. Pero dejá que acabe este cuarto.

El partido acabo y yo acabé de leer los poemas de O'Hara. Venís, pregunté susurrando, imitándolo, esperando un regaño. Perá, me dice, estoy tratando de que me extrañes, para que cuando regresemos al Déefe no se te olvide.

Y empieza a llover, irremediablemente.

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